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No sé si les pasa a ustedes pero yo siempre que me sitúo delante de la nevera de los yogures de un gran supermercado me pasa lo mismo. No sé qué elegir y me llevo siempre los mismos insulsos, naturales y que mueren en la nevera como muere un equipo pequeño en el corner. Que si de sabores, que si desnatados, que si griegos, que si rumanos. Al final me llevo los de siempre. Y es que cuando me dan mucho a elegir me pongo nervioso y me bloqueo. El otro día, por ejemplo, un amigo me invitó a un restaurante donde los postres son de otro mundo. Eso me dijo. Estuve toda la comida pendiente del final esperando el momento del postre. Y llegó. Apareció un camarero con una mesa llena de tartas, bizcochos, flanes, puding, pastelitos de nata, buñuelos, quesos, delicias de chocolate, pastel de manzana, cardenal de Lloseta... El camarero vino armado como un cirujano y la carretilla de los postres parecía una mesa de operaciones. Solo faltaba el suero. Tocaba elegir. Y ahí estaba, ese profesional con faja y chaleco armado con cuchillo y cuchara mirándome fijamente a los ojos cual Hannibal Lecter. Me apoyé en el comodín del compañero preguntándole: «¿Tú que eliges?». A lo que él respondió: «Yo café». Imaginen el insulto silencioso que solté. El tipo no ayudó en nada a neutralizar mi inseguridad, así que contesté sin pensar: «Lo mismo». El camarero, que llevaba el cuchillo desenfundado y había llegado sorteando mesas con el carrito de los postres como Fernando Alonso sortea coches, se marchó sin intervenir en ninguna de esa delicias. El otro día me levanté de madrugada con más hambre que un búfalo y vi los yogures caducados sin sabor ni alegría, pero me zampé dos casi con el cartoncillo incluido. Al final no fue tan mala elección. Lo de toda la vida casi siempre suele ser lo mejor.