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Fue el Día del Orgullo Gay. Lo escribo en pasado, aunque podría hacerlo en presente: Todos los días tendrían que ser la celebración del Orgullo de quienes se aman. El amor es un motivo de fiesta diario, entre el odio terrible de las guerras, la intolerancia, la ambición desmesurada.

Sin embargo, hay un solo día para reivindicar a aquellos que aman a alguien de su propio género: los hombres que aman a otros hombres, las mujeres que siguen los consejos de Safo. Un solo día para celebrar que el amor no tiene barreras, ni puede prohibirse, ni perjudica a nadie. Entonces, el mundo se llena de una bandera de colores porque nada mejor que los colores para diluir las sombras de la incomprensión.

Los homosexuales y las lesbianas han sufrido una represión odiosa durante años. Es curioso: en la antigua Grecia, la homosexualidad era una forma elevada de amor. Sin embargo, han sido perseguidos y vilipendiados. Toca celebrar el amor en mayúsculas, el deseo, el compromiso, la necesidad de estar con quien hemos escogido.

Me han dicho que hubo problemas con la bandera. Algunos no querían que se colgara en los edificios emblemáticos de nuestra Isla. Quisiera creer que no es cierto, que son rumores infundados. Quisiera pensar que un símbolo de amor y libertad no genera disputas. Estamos en Europa, en el siglo XXI, ¿me equivoco? Somos seres respetuosos y civilizados.

Personas que no se pelean por un símbolo, las banderas son símbolos, que creen en los demás sin complejos ni historias extrañas, que se esfuerzan por ser libres.

El PP colgó la bandera en las ventanas de sus instituciones. Vox pretende querellarse por ello. No se puede ir así por el mundo. En todas las familias hay algún homosexual. ¿No vamos a respetarles? Ni a ellos ni a los otros, millones de desconocidos que tienen todo el derecho a amar a quien les de la gana. ¿Qué extraña sociedad, basada en la intolerancia, hemos creado? Bajémonos del tren, muchos no compramos billetes para viajar al horror.