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Como tantos otros de mi Isla, muchas veces había visitado yo esa iglesia que los visitantes de fuera han conseguido nominarla «iglesia de cristal», porque evidentemente de una iglesia se trata y se trata de mucho cristal.

He tenido la oportunidad de pasar unos días en el complejo franciscano. Y aproveché la ocasión no solo de pasar otra vez por la iglesia, sino de detenerme por horas en ella. En mis anteriores pasos rápidos había anotado suficientemente bien sus rasgos más evidentes: la firmeza del constructo, su ascensión atrevida, su diseño elíptico, su luz multicolor.

Otras fueron este año mis anotaciones, la más destacada es la del programa iconográfico expuesto en sus esbeltos vitrales. Si antes los fragmentos me fascinaron, ahora es el conjunto lo que me seduce. Seguiré aplaudiendo la contribución inestimable del arquitecto Josep Ferragut, pero añadiré la de un mossèn, director en aquel momento de Ars Sacra del arzobispado de Barcelona, Manuel Trens, quien consiguió, en arte de luz, armonizar naturaleza y cultura, vida y muerte, San Francisco, Llull y Dante.

Lo que en Dante gocé leyendo en blanco y negro, lo gocé en La Porciúncula contemplando en policromía. Seguiré admirando el exhaustivo texto de la Divina Comedia, pero empecé a admirar, en la Iglesia de cristal, una forma distinta –más abreviada, globalizada, translúcida y no menos creyente– de concebir el cosmos y la historia.