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Palma ya sienta a su mesa a comensales que no se conocen entre ellos. Como en una boda donde si tienes un poco de suerte, puedes acabar marcándote un swing o un agarrado con el pelirrojo tímido recién llegado de Liverpool. Lo más habitual es que acabes bebiéndote todo el bar y te deslices en modo peonza por la pista. Pero no, no estamos en Canaán sino en un lugar muy raro llamado Timeleft, una app que es algo así como entrar en el bombo de la suerte y que el algoritmo te siente con cinco o seis personas que no conoces para pasar un miércoles jugando a contar tu vida o escuchar la de los otros. En plan Diez negritos.

El funcionamiento es de EGB. Te inscribes en la aplicación, rellenas tus datos, le cuentas tus preferencias, tus gustos y el santo grial del algoritmo te sitúa en una mesa con las personas que no habías visto en tu vida, supuestamente. El nexo es hacer amigos.

Todo vale en esta sociedad ensimismada, más atenta a las pantallas que al cantar del gorrión hambriento o del mirlo desorientado. Leo que los primeros comensales que han puesto Palma en el mapa del planazo ‘cena los miércoles con desconocidos’ buscan mitigar esta austeridad mallorquina que solo sabe moverse socialmente en círculos concéntricos. A los mallorquines se nos da bien girar como los derviches. Algunos de los comensales ni viven aquí, están de paso como partículas sin amor, solas, aguardando que estas vacaciones en Isla saturada no les rompa el corazón antes de que les birle la economía. No falta también el indígena aventurero que busca romper la espiral de la cerrazón mallorquina.

Como el encuentro fortuito entre Franco y Walter Benjamin en Eivissa, que planea como hilo de Ariadna de la delicada exposición Serie Ibicenca de Gonzalo Elvira, recién inaugurada en Es Baluard, podemos aventurar como el propio artista que los comensales de las cenas de los miércoles pueden no ser tan desconocidos. No todos.

Los cruces fortuitos, la alquimia de los encuentros, la genética de pasaportes viajeros nos conducen al yo he visto tu cara en alguna parte. Son tantas las insinuaciones de que lo azaroso es tozudo y real que no puedo ni quiero imaginarme sentados en la misma mesa al entristecido Benjamin y al altanero Franco, cazando conejos en la isla blanca antes de meternos en el tiroteo de la España rota.
No sé si el filósofo alemán llegó a entablar amistad con los del lugar o si solo se circunscribieron a meros gestos de educación, saludos y bon dia. Me pongo en la piel de la mujer vestida de negro con las alpargatas de esparto, agachada sobre la tierra, poniéndose la mano a modo de visera para mirar a ese flacucho hombre, de semblante triste como una mañana sin pan en la mesa.

El alemán de amores vencidos. La eivissenca a lo suyo, que no muy lejos anda el padre vigilando, mientras sirve un anís al futuro dictador.