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Hace ya un tiempo que para definir a las personas se acude a la idea del perfil. De su perfil. El perfil había sido toda la vida la postura en que no se deja ver sino una sola de las dos mitades laterales del cuerpo. Así, por ejemplo, hacíamos fotos de frente y de perfil (como en las comisarías al detenido o como los egipcios en sus pinturas). Incluso solíamos saber cuál de los dos perfiles era el bueno, y por ello nos situábamos en una u otra posición. Todo el mundo tiene un perfil bueno y otro, no tanto, parece ser. Porque aunque no lo parezca, nuestros perfiles no son simétricos, y de ahí que siempre intentemos mostrar el mejor. Sin embargo, desde que vivimos en dos mundos -el real y el virtual- la palabra ‘perfil’ ha adquirido nuevas connotaciones que nos hacen más o menos atractivos. Según se mire. No hay influencer, ni artista, ni político -por poner unos pocos ejemplos- que no se mida por sus perfiles. Dejando a un lado las fotos de perfil que incluimos en las redes y aplicaciones, las personas ahora nos caracterizamos por tener un perfil alto o un perfil bajo. Qué cosa más graciosa, esto de los perfiles. Los tipos muy preparados (en teoría), que atraen la atención de la prensa y el público en general son de perfil alto. Entre estas personas se cuentan las de gran influencia y autoridad. En cambio, uno tiene un perfil bajo cuando actúa con gran discreción, evitando mostrarse en público, y limita sus declaraciones a lo estrictamente necesario, por lo que huye de la exposición mediática. Ante tal disyuntiva, se deduce que esto del perfil hoy sirve para medir cualquier actuación pública. La sofisticación del perfil aparece cuando de alguien se dice que tiene un perfil ideal o, incluso, un perfil propio. Muy curioso, esto de los perfiles. Da igual cómo sea: lo importante es tener uno porque, de lo contrario, no eres nadie…