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L a derrota de los conservadores en Gran Bretaña es palmaria. Aunque se hagan lecturas muy respetables, pero tal vez excesivamente preventivas, que ahondan en una matización del triunfo laborista. Pero los números son contundentes, y las diferencias de escaños, notorias. La lección británica, en el campo de la economía, es clara, si bien se es consciente de que discutible. Vayamos, como siempre, a los datos. Se ha demostrado, de manera contundente, la negación de un axioma que suele invocarse con reiteración: que la derecha gestiona mejor la economía que la izquierda, por simplificar mucho el espectro político. En este caso, el desastre de las políticas económicas implementadas por los conservadores británicos ha conducido al país a sendos derroteros: el aislamiento del continente europeo –lo que no es beneficioso para la economía británica, aunque se vendió como una gran mejoría si triunfaba el Brexit–; la enorme desconfianza de los mercados hacia las medidas adoptadas por los diferentes gabinetes tories –destacando las pifias de Boris Johnson y Liz Truss en sus postulados económicos y en la pésima gestión presupuestaria–; y la crisis de los servicios públicos –sanidad y educación, especialmente–.

El corolario total se ha traducido en un estancamiento económico desde 2019, sobre políticas férreas de austeridad y de recorte drástico del gasto público. Un dato, brutal: el instituto oficial de estadística británico señalaba que, en abril de 2024, cerca de diez millones de personas se encontraban en listas de espera en la sanidad; a la vez que detallaba informaciones sobre la pauperización de la educación e infraestructuras públicas. A esto, debe añadirse la reducción de los impuestos a los más ricos, a la par que financiar los recortes que se inferían tras esa medida con nuevos préstamos –una ocurrencia de la premier Truss y su gurú económico de Cambridge–. El desenlace fue calificado como un destrozo (esto es textual) para la economía de Gran Bretaña, por parte de tabloides de cariz netamente liberal: la consolidación de unos desequilibrios que supusieron la caída de la libra a su nivel más bajo en treinta y siete años. Casi nada.

Lo que resulta más sorprendente es que este recetario –recorte del gasto público, bajadas de impuestos a la población más rica, anemia de la inversión, privatizaciones– se siga manteniendo por parte de gobiernos conservadores que persisten instalados en unas premisas cuyos fallidos resultados se reiteran, una y otra vez. No se trata de opiniones; se trata, insistimos, de datos, de variables. Para aquellos gobiernos, la fe supera a la realidad, y esa obstinación provoca serios problemas a las sociedades en las que se aplica tal catecismo. Por ejemplo, el presidente argentino Javier Milei acaba de crear un ministerio cuyo objetivo primordial es des-regular la economía y los servicios públicos: hacia la privatización. Es decir, se usa al Estado para desguazar sus funciones esenciales. De poco sirven a estas organizaciones conservadoras comprobar que, una vez más, no existe ley de hierro alguna que diga que gestionan más eficientemente los recursos económicos. Empecinamiento económico.