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Me he acostumbrado a los aeropuertos. Siempre me han parecido escenarios de un mundo trepidante y curioso. He sido observadora, testigo y espía de momentos memorables. Momentos que no me pertenecían pero que mi mirada robaba: despedidas de enamorados, reencuentros maravillosos, separaciones indiferentes, frías o románticas. He sido espectadora de riñas, reencuentros y reconciliaciones. Un aeropuerto era un gran teatro donde se sucedían escenas de obras distintas de forma veloz y simultánea.

Las historias han ido desapareciendo de los aeropuertos. Se han perdido entre la muchedumbre que avanza por los pasillos y las cintas, en las largas colas, en las puertas abarrotadas. Un buen espectáculo necesita actores y público. El agobio de los aeropuertos actuales ahoga la posibilidad de observar nada, de fijarse en los demás. La gente no se para a contemplar a quienes les rodean. De hecho, todo el mundo ignora a todo el mundo.

Podría suceder cualquier cosa y nadie lo advertiría: el llanto de esa niña que se pierde entre la multitud, la tristeza en la mirada de quien se marcha, la alegría de esperar a alguien. Vivimos mirándonos el ombligo continuamente. Nos hemos vuelto más cerrados. Dicen que es una consecuencia de la pandemia, que tenía que hacernos más solidarios y nos ha dejado muy indiferentes.

No sé si hemos perdido historias por dejadez o aislamiento de los demás: los adolescentes hablan por Whatsapp, sin mirarse a los ojos. Muchos adultos no se atreven a hablar o se dicen palabras que no significan nada. El aeropuerto es un reflejo de nuestra sociedad. Un mundo sin voces ni historias tiene poco futuro.