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Hace unos días tuve que ir al banco para unas gestiones y resultó que la cola para ir a Caja era muy larga. Cuando llegué a la ventanilla me di cuenta de que solamente había una persona atendiendo. El otro asiento estaba vacío. Pensé que era porque el empleado estaría de vacaciones. Efectivamente, aquello era lo que ocurría, me confirmó la persona que me atendió: estaba solo y -pobre- no podía dar abasto. Así que -como ya nos conocemos un poco- le pregunté si él también se iría pronto. No, me contestó. Ya había tenido tres semanas en junio. Le dije que qué bien. Y él siguió hablando mientras ponía al día mi libreta: ya solo le quedaba una semana, que se guardaba para hacer cosas que su horario le impedía. «Yo lo que quiero es descansar», sentenció. Me pareció una frase muy inteligente extraída de alguna conversación de dos siglos atrás. Solo quería descansar (y lo había hecho). Maravilloso. Al salir de la oficina aún estaba yo como emocionada y atontada. Puesto que apenas hay personas en el mundo (el occidental, el nuestro) que dediquen sus vacaciones al descanso y a poder hacer trámites diversos sin prisas. Ahora mismo solo podría nombrar a tres o cuatro personas que este verano no van a desplazarse a alguna parte. Conozco a una chica que ahora está en Vietnam y que, al volver, aún se irá a las Azores y tal vez a Formentera. Y a una familia que, tras alquilar su chalet -total, ya no vamos- se embarcará en un crucero por las islas griegas. Otro conocido se ha ido sin decir adónde (¡bien hecho, hombre!). Y una amiga se marcha a Londres a practicar inglés. Fantástico. Montones de planes, horarios, vehículos y papeleo. Hasta vacunas, se ponen algunos. Que descanse su madre, parecen decir mientras avanzan por la pasarela del avión. ¡Feliz viaje!, pienso yo. Y me acurruco en el sofá y después cierro los ojos.