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S i el panorama geopolítico no estaba suficientemente alterado, el atentado a Donald Trump ha acabado por trastocar, al parecer, el desarrollo de una campaña electoral que tiene signos de que recolocará al expresidente, de nuevo, en la Casa Blanca. Voces de procedencia distinta afirman que, prácticamente, se ha asegurado el triunfo de los republicanos en los comicios de noviembre. Las redes y los canales de televisión han reproducido imágenes casi icónicas de un Trump alzándose, una imagen que contrasta en la retina de los norteamericanos con la endeblez de Biden. Pero a parte de estas escenografías épicas, lo que se juega en Estados Unidos –y también en todo el mundo– es la estabilidad de una democracia, de unos principios de respeto a las leyes, o la arbitrariedad absoluta. Y los avances económicos y sociales.   

En este contexto, importantes think-tanks norteamericanos están ya preparando el nuevo desembarco de Trump, a partir de una agenda de trabajo trufada de postulados ideológicos de la ultraderecha. Los ricos se van a defender de esa democracia que invocan, pero a la que atacan. Pero lo van a hacer con un planteamiento más inteligente que el desplegado en otros países: Argentina sería el modelo a seguir en su desarrollo final, pero con estaciones intermedias que no inviten al temor ante las propuestas de Trump. El candidato argentino, recordémoslo, se presentó como un representante iliberal, anarco-capitalista, y expuso sin tapujos que iba a desbrozar el Estado y condenar a lo que él consideraba ‘casta'. Sus acciones de gobierno han tratado de ir hacia esos derroteros, pero las dificultades son ímprobas. El descontento social ha aparecido con fuerza, y los datos macroeconómicos son ahora más penosos para Argentina.

En el caso de Estados Unidos, las instituciones conservadoras que están elaborando discursos y relatos van suavizando sus mensajes, sabedoras que pueden ahuyentar a sectores del electorado. Pero los objetivos son diáfanos: reducir los apoyos sociales a colectivos vulnerables, endurecer las políticas de inmigración, negar el cambio climático y cerrar toda institución federal que trabaje en los campos ambientales, bloquear la política sanitaria pública, bajar los impuestos a la población más rica –el 1 % que detenta la parte del león de la renta– y subrayar una actuación altamente proteccionista con fuertes aranceles. De alguna manera, es fisurar el Estado federal desde sus propias entrañas, contrayendo al máximo los avances sociales y económicos que arrancaron con el New Deal y que se confirmaron a partir de los acuerdos de Bretton Woods, hasta el estallido de las crisis de 1973 y 1979 y la entronización de la era neoliberal. El retroceso.

Las consecuencias para la Unión Europea –y para el planeta– son inquietantes, si tales relatos se afianzan y apuntalan en formaciones políticas conservadoras y ultraconservadoras. Algunos analistas, como Serge Halimi, hablan, por ejemplo, de «victoria postergada» de la ultraderecha en Francia. Otros –y no son pocos– inciden en que los movimientos de la ultraderecha española e italiana van en sintonías parecidas. Un nuevo camino de servidumbre.