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Cuando uno visita el Reino Unido lo primero que nota es que se parece a Estados Unidos. En realidad, claro, es a la inversa. Pero siempre la impresión es que eso no es Europa, o al menos no lo es tanto, porque parece mirar hacia el Atlántico mucho más que el viejo continente. Por eso el Brexit no sorprendió demasiado, porque estaba claro que los británicos se sentían encorsetados en una alianza en la que mandaban otros. Con motivo del partido de fútbol que enfrentó a las selecciones inglesa y española en la Eurocopa se vieron comportamientos patéticos por parte de aficionados que llenaron calles y plazas al grito de «Gibraltar, español», algo tan rancio y ridículo que parece mentira que pueda seguir vigente en pleno siglo XXI. Estos días el presidente Sánchez visita a su homólogo británico y sin duda sacará el espinoso tema, que ocupa reuniones y negociaciones desde hace décadas con vías a que las relaciones entre el Peñón y la región andaluza que lo circunda sean beneficiosas para el lado español. Allí, una de las áreas más pobres del país, lo que prolifera es el narcotráfico y el contrabando. Dicen las malas lenguas que del lado british tampoco es que puedan presumir de grandes logros (se dedican al blanqueo de dinero, según la maledicencia), pero su renta per cápita es asombrosa –cien mil euros anuales– frente a los once mil de La Línea, por ejemplo. ¿Alguien en su sano juicio cree que algún gibraltareño desearía nunca ser español? Los políticos y los bocazas que proclaman esas sandeces en las calles deberían preguntarse el por qué de tamaña diferencia, qué hacen ellos que nosotros no sabemos hacer y, quizá, aprender un poco para atajar el abismo entre un lado y el otro de la frontera.