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Hace solo unos días la cúpula dirigente de Pekín declaraba su intención de convertirse en un agente diplomático para la paz en un mundo ahora mismo revueltísimo. Esta semana el país ha acogido la cumbre de líderes de las distintas facciones palestinas, logrando un acuerdo entre ellos que se escapaba desde hace casi veinte años. Todos sabemos que el peor enemigo de los palestinos no es Israel, como dicen ellos, sino sus propios políticos rivales, como demuestran desde hace medio siglo. China ha logrado la firma de un documento en el que se dan la mano Al Fatah, Hamás, la Yihad Islámica y un buen montón de grupúsculos de todas las tendencias. El objetivo final sería lograr la ansiada solución de los dos Estados para que florezca la paz en la región. Eso, sobre el papel. En la realidad las cosas son infinitamente más complicadas.

La primera objeción que cualquier Estado democrático podría poner a este evento es que se reciba y se estreche la mano a dirigentes de Hamás como interlocutores cuando se les busca en medio mundo (incluida la Unión Europea, Estados Unidos e incluso algunos países árabes) como terroristas peligrosísimos. La segunda es que todos los involucrados dejen para después de la guerra los asuntos que les conciernen. Cualquiera mínimamente desconfiado pensará que en cuanto el infierno gazatí termine quienes se disputan el poder en la región volverán al enfrentamiento feroz que han tenido siempre. Porque el pacto recién sellado dice que la gobernanza de Palestina recaerá en Al Fatah (la OLP de Arafat). ¿Alguien cree que Hamás lo permitirá? No hace falta recordar que desde 2006 este grupo terrorista gobierna Gaza de forma dictatorial y allí nadie de Al Fatah puede ni acercarse.