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Suele ocurrir que desde arriba se tiene una perspectiva bien diferente a la que da el estar pegado al suelo. A menudo, las cifras macroeconómicas ofrecen un discurso que a pie de calle no se sostiene. Lo mismo ocurre con la clase dirigente, que sus ojos solo ven el cielo. Quizá los grandes números del país vayan lanzados como un tiro, como dice Pedro Sánchez, pero en el interior de los hogares comunes y corrientes lo que va como un tiro es la dichosa hipoteca. Y los precios. Cualquier ama de casa podría contarle al presidente cómo cada día que pasa el muro que tiene que escalar es más y más alto, mientras el tamaño de sus piernas sigue siendo el mismo. Desde el recibo de la luz hasta la cesta de la compra, la ropa, el calzado, salir a cenar el viernes, tomar un taxi… todo lo que hacemos de forma cotidiana es más caro, mucho más, que antes de la pandemia. No hablemos ya de las cosas extraordinarias, como meterte en una reforma en casa, hacer un viaje, contratar un empleado o casarte. Todo tan disparado que solo parece al alcance de esa clase media-alta cada vez más exigua. Mientras las pensiones suben, los salarios se estancan y la inflación pertinaz se come la tímida subida, el Estado recauda más que nunca, no porque consumamos una barbaridad, sino porque los precios están por las nubes y el pellizco tributario es más ancho. Los bancos registran beneficios récord, por el sablazo de los intereses. En esta coyuntura los últimos datos de empleo han dado el toque de atención, aún no de alarma, pero veamos qué ocurre al finalizar la temporada turística. Quienes tienen negocios lo advierten: la gente sale mucho, pero gasta poco. Y lo creo. No por rácanos, sino porque el presupuesto no da para más.