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En España, una de cada tres personas padece una enfermedad mental. En Balears son más del cuarenta por ciento. Hay que preguntarse a qué se debe esta proliferación de trastornos, porque los que apuntan los expertos como más habituales –ansiedad, depresión, problemas del sueño– son los que surgen de estímulos exteriores, de situaciones límite a las que el organismo no puede seguir haciendo frente. Estoy convencida de que no hay hoy más trastorno mental que antes, quizá al contrario. Lo que ocurre es que ahora se diagnostica, uno va al médico cuando siente que ya no puede seguir adelante. Porque las situaciones límite han existido siempre y, de hecho, es en la actualidad cuando la vida resulta más cómoda y llevadera. Nuestros antepasados, incluso los más cercanos, se vieron expuestos al hambre, toda clase de necesidades sin cubrir, guerras, destierros, la muerte de los niños, pérdidas irreparables. ¿Alguien cree que esas personas no se deprimían, no se hundían, no sufrían crisis de ansiedad o dejaban de dormir? Hoy los jóvenes tienen otro tipo de problemas, como la falta de perspectivas económicas, la sensación de ser una rata que gira y gira la rueda para no llegar a ningún lado y las ridículas exigencias –y autoexigencia– sobre el aspecto físico, la presión para que estudies, hagas deporte, estés delgada, siempre de buen humor, no te conviertas en una persona «tóxica», atraigas el nivel justo de atención, seas exitoso, guapo, ganes pasta, viajes, vistas a la moda… un sinfín de idioteces que hace cien años no existían. Porque entonces la clave era sobrevivir. El (primer) mundo es otro y se ha cambiado la tuberculosis, el cólera y la poliomelitis por la ansiedad, la depresión y el insomnio.