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Esta semana se ha producido en Palma uno de esos sucesos que parece un chiste. Malo, por supuesto. Y maldita la gracia. Una pareja de extranjeros –él rumano y ella brasileña, ambos conocidos de la policía, pretenden meterse de okupas en un piso que ya estaba okupado. Por dos colombianos, que llaman a las autoridades y estas intervienen para echar a los recién llegados. Del verdadero dueño del inmueble no se sabe nada. Seguramente, nadie se ha puesto en contacto con él porque, a la postre, ¿a quién le importa? Tampoco parece que tenga el menor interés en poner orden en su propiedad, puesto que lleva en esas penosas condiciones desde hace años. El caso es que los dos prendas comparecen ante el juez, que les deja libres. No han cometido un gran delito, eso es cierto, y desde luego no van a ir a parar a la cárcel, eso solo ocurre cuando media una tragedia. Y ya tenemos las cárceles llenas –55.000 reclusos en toda España, un millar en Mallorca–. Viendo este tipo de shows, uno llega a la conclusión de que, en el fondo, son maniobras bien estudiadas. Hace décadas, cuando explosionó la lacra de la heroína, inventaron el Proyecto Hombre para «esconder» a los toxicómanos y que no deambularan como zombis peligrosos por las calles, puesto que eso genera inseguridad y miedo. Y no son buenos compañeros en una sociedad controlada que, en ocasiones, sufre la tentación de tomarse la justicia por su mano. Ahora que la Isla, y el país entero, está lleno de gentucilla que no sabemos a qué vienen, parece más conveniente a los ojos de los políticos mantenerlos ocultos en casas donde no vive nadie, que dejarlos a la vista de todos, durmiendo en cualquier esquina. Sobre todo en zonas turísticas donde la marginalidad «hace feo».