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Quería dar la campanada y la dio, desde luego. El Ausente llegó a Barcelona, se postró de hinojos ante los enfervorecidos fieles que le esperaban en el Arco del Triunfo, largó un minidiscurso de cinco minutos y, sin más, se evaporó para volver a ascender al Olimpo de los héroes patrios. Un poco como Tarradellas, pero con un matiz importante: «Ja soc aquí.., però només una mica, no vagi a ser que em banyeguin.» Una puesta en escena propia de un Pimpinela Escarlata pelado por el mismo peluquero de Trump que ha sido la guinda confitada, elegido ya Illa como President, de un ‘procés’ que desde sus inicios no pasó de ser una comedia bufa. ¿Pero qué se puede esperar de un hombre que un día se miró al espejo y se enamoró de su flequillo?

Uno recuerda a los nacionalistas de un pueblo tan poco nacionalista como el andaluz, como Mariana Pineda o Blas Infante, y ve en ellos pasión, orgullo y dignidad hasta la muerte, pero en Puigdemont no se ve nada de eso, más bien lo contrario. ¿Qué dignidad puede tener quien se fuga escondido en el maletero de un coche tras proclamar una república que duró menos que una carrera de 100 metros lisos, de ésas en las que si parpadeas te pierdes el final? Ni a Luis García Berlanga se le hubiese ocurrido un mutis tan ridículo.

Carles Puigdemont quiere ser mártir pero sin pasar por el tormento; quiere ser santo pero sin milagros acreditados. Con todo, debemos agradecerles que, al menos por unas horas, nos haya sacado del sopor de la tercera ola de calor y nos haya hecho reír a carcajadas.