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Las democracias liberales se fundamentan sobre una serie de principios básicos, más allá del sufragio universal y la garantía de un amplio catálogo de derechos y libertades para los ciudadanos. La separación de poderes, la división entre la esfera pública y la privada o una administración y unas instituciones neutrales, independientemente del color del gobierno de cada momento, son garantía de justicia y pilar básico de nuestros sistemas democráticos.

En tiempos líquidos, volátiles y simplistas, como los que vivimos, la política no es una excepción. En la era de la polarización, de la propaganda, del aborregamiento, de la dictadura del pensamiento único y de la división de la sociedad en dicotomías, existen demasiadas amenazas que socavan nuestros principios democráticos. Es más que evidente que la consolidación de nuestros valores democráticos peligra cada día por el auge de los populismos y la amenaza de las pulsiones iliberales y autoritarias de todo pelaje y condición, así como por la actual concepción patrimonialista del Estado. Esto ha conducido, a su vez, a una creciente desafección de los ciudadanos para con la clase política y diversas instituciones que deberían presuponerse neutrales, laminando la confianza en que hagan una labor imparcial. El reparto institucional, la colonización de la Administración, la violación de los principios básicos de la democracia liberal y la colocación de leales con carné de partido solo contribuyen a perjudicar esa imagen y la confianza de los ciudadanos.

Hay muchos motivos para evitar que esto siga produciéndose. El primero es, precisamente, recuperar la confianza de los ciudadanos en la política y en las instituciones. Y la confianza no se va a recuperar como cree el ‘Chiquilicuatre político’ sorteando su salario como eurodiputado. Es evidente que Alvise ha dado una nueva vuelta de tuerca a las formas de hacer política, que en absoluto coincide con la forma de hacer política en la que yo creo. Porque el populismo es a la política lo que el sensacionalismo a los medios de comunicación. Conocemos bien su estilo. Hacen de la democracia algo maniqueo y radical donde se demoniza al adversario, utilizan una retórica agresiva, proclaman que representan al ‘pueblo’ y practican la simplificación demagógica de la realidad. Erosionan la convivencia llevándonos a una ‘emocracia’, el gobierno de las emociones, pero lamentablemente de las negativas.

En segundo lugar, unas instituciones más neutrales asegurarían más fiscalización, evaluación y control del poder político, frente al posible servilismo de unas instituciones controladas por el mismo.

Sin embargo, no es tiempo de ponerse trágicos como si se tratara de una obra de Sófocles. Es tiempo de recuperar los contrapesos a la acción del poder político y de recuperar la parcialidad de las instituciones y la confianza de la ciudadanía. No nos olvidemos de que la democracia se construye día a día. Y, sino que se lo digan a los venezolanos.