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Otra de las cosas que no me gustan del verano es tener que ir a la playa. Ya sé que no es obligatorio, pero con las playas tan fantásticas que tenemos aquí, cualquiera dice que no quiere ir. Podemos elegir entre una gran variedad y, aunque últimamente se está convirtiendo en toda una aventura encontrar sitio para tus cosas, siempre queda algún lugar al que ir. Para algo vivimos en una isla. Mi forma de ir a la playa es muy sobria, por llamarla de alguna manera. Consiste en llegar al sitio, dejar la toalla y la cesta con las gafas, las llaves y la botella de crema solar en algún recoveco –cuando lo hay–, y encaminarme al agua a toda prisa, de donde no saldré hasta que alguien diga que ya es hora de volver a casa. Entonces, salgo con los dedos como pasas, me limpio los pies como buenamente puedo, y lo recojo todo. Para mí, la vuelta a casa es lo mejor. Siempre. Vuelva de donde vuelva. Yo me crié en una cala de rocas, razón por la que las prefiero a las de arena. No soporto la arena, y eso que sé perfectamente que en las playas de arena puedes adentrarte en el mar con cierta elegancia, algo del todo imposible en las rocas. Pero la arena se te pega al cuerpo, y encima pica. Y te obliga a pisar el suelo dejando sonar un crujidito que tarda días en desaparecer. En fin, una porquería. A veces miro a los niños jugando en la orilla y me fijo en la gente que está demasiado morena o casi tan blanca como yo. Y también aparece alguna familia que, después de desplegar sus muebles y la sombrilla, se pone a comer. Nunca lo he podido entender. Sobre todo desde una vez que, en una excursión escolar, se me cayó el bocadillo de tortilla y esta quedó totalmente rebozada. De todas formas, aunque no me guste ir a la playa, el mar me encanta. No sé si podría acostumbrarme a vivir en una ciudad sin mar. El mar me hace comprobar la amplitud del mundo, su inmensidad y la posibilidad de encontrar una salida hacia algún lugar desconocido. En fin, supongo que hay muchas maneras de ir a la playa. Yo más bien voy por el qué dirán.