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Un turista, como foráneo, como externo, es inevitablemente un alterador de las costumbres del pueblo al cual visita. A menos turistas, a más corta su estancia, a más aislados están, menor es el impacto negativo. Pero siempre hay impacto. Cuando muchos mallorquines recuerdan cómo era ir a la playa antes de que hubiera turistas, lo que hacen es añorar tiempos que ya no volverán, cuando el visitante era una anécdota irrelevante. Hoy hay playas enteras que están ocupadas por ellos, con sus formas de comportarse, con sus hábitos, con su cultura, con sus preferencias comerciales.
A esto se opone parte del movimiento antiturismo, el progre.

Si hablamos de impactos, el de un inmigrante es comparable. A más inmigrantes, mayor su impacto. Y a más diferentes, más disruptivos. Un inmigrante de Menorca o Ibiza, que también los tenemos aunque los consideremos como ejemplos de ‘cohesión territorial’, apenas se diferencia, salvo en algunas palabras de su vocabulario; un peninsular, por el contrario, trae costumbres distintas, visiones diferentes, aunque dentro del mismo marco cultural; un sudamericano es aún más distante, tal vez tanto como un europeo; pero un inmigrante procedente de un continente con religiones e idiomas diferentes es todo un choque cultural. Recuerdo haber visto pakistaníes jugando al cricket en Magaluf, lo cual habla de trasmisión de prácticas que se han adquirido también por migraciones anteriores.
A esto último se opone la ultraderecha, que los querría a todos de vuelta en sus casas.
Observen la escasa distancia entre cómo nos impacta el turismo y cómo lo hace la inmigración. Y vean cuánto se diferencian las respuestas, dependiendo de donde vengan.

Noten que en realidad estos cambios han ocurrido siempre. Sólo que ahora van a una velocidad de vértigo y son muy intensos. Una argentina instalada en Valencia explicaba a los suyos en su país cómo le chocó que una de sus dos hijas no tuviera ni un compañero de clase español. Ni uno.
Los cambios sociales a las velocidades actuales se perciben más porque los protagonistas del pasado están aún vivos. Estamos, tal vez. Y eso altera nuestros fundamentos, nuestra historia, nuestras referencias. Oponerse al otro, así en abstracto, es xenofobia. Y si ese otro es de una raza diferente, racismo. Por lo tanto, la cultura política nos dice que los tenemos que aceptar. Pero no es fácil. Por eso incluso los integradores, los que acogerían a todos, se rebelan cuando les queda un resquicio, como ocurre con el turismo, contra el cual sí se puede ir sin remilgos políticos.

Al final, da igual lo que establezcan las normas de lo políticamente correcto: lo duro es caminar hoy por Palma y no ver ni escuchar a nadie de aquí; lo ridículo es que en medio de esta pérdida de elementos identitarios nos aferremos a símbolos vacíos, que sólo sirven para pedir el voto en las próximas elecciones. Mientras, esta situación, se llame como se llame, se extiende imparable al resto de la isla. Mallorca se nos escapa delante de nuestros ojos. Ahora resultará que Starbucks será más nuestro que un celler. Tanto el turismo como la inmigración arrasan con lo que había. Uno más, otro menos, con formas variables, pero arrasan. Las zonas turísticas tradicionales, con su calles de la cerveza, sus hamburgueserías o sus fish and chips son territorio foráneo en nuestra casa. El alquiler vacacional ha hecho que esos mismos turistas pidan sus salchichas ahora en el bar de la plaza del pueblo. A un camarero norteafricano o sudamericano. Mallorca sólo pone el suelo.

Aquí, al final, hay un dilema: ¿protegemos lo que somos o dejamos que definitivamente se lo lleven por delante? Ahí emerge nuestro gran problema contemporáneo: somos incapaces de analizar las cosas sin apriorismos, sin fanatismos, sin condicionantes. Lo simple se ha vuelto imposible de ver, de analizar, de debatir. Una ciudad echa a sus habitantes de siempre y para la izquierda lo podemos proclamar si hablamos de la ‘gentrificación’ de Santa Catalina, pero para la derecha nos hemos de centrar sólo en la marginalidad de Son Gotleu. Lo opuesto no existe. El problema es incluso más inabordable porque no es una impotencia exclusivamente nuestra: el exceso de turismo es una preocupación mundial; las migraciones son hoy una angustia en un Occidente incapaz de escapar de sus propios prejuicios.

Encima, el escenario lo copan los extremos, porque la derecha y la izquierda moderadas, sobre todo la primera, no cesan de hacer el ridículo, carentes de ideas, bloqueadas, atontadas, incapaces de hilvanar dos ideas juntas, víctimas de los apriorismos, repetidoras de consignas cuyo significado no comprenden.