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Días atrás se dio a conocer que en lo que llevamos de año han llegado a España alrededor de 31.000 personas de manera irregular, lo que se conoce como inmigrantes ilegales. La cifra es más que notable y frente a la que, como ocurre en tantas otras ocasiones, las grandes formaciones políticas son incapaces de ofrecer medidas que palíen el problema; al contrario, miran a otro lado. Obviar el problema migratorio que vive el país, se entiende que atacar su raíz, como hacen el Gobierno y el principal partido de la oposición, el Partido Popular, alienta el discurso xenófobo de la extrema derecha de Vox. Mientras se siga dando la espalda a la realidad de un movimiento migratorio que arrastra, también, a personas cuya única pretensión es saltarse las normas de la sociedad que las acoge el discurso de Santiago Abascal y los suyos tendrá quienes lo apoyen en las urnas. Tampoco resulta necesario recordar que enviar a la Armada a bombardear cayucos es una imbecilidad que define a quienes lo proponen.

Decantarse por ignorar el pulso diario de los ciudadanos es el caldo de cultivo óptimo para la generación de movimientos extremos, como ocurrió con el 15-M, que acabó desembocando en el Podemos de Pablo Iglesias. Entonces fue por querer hacer la vista gorda a la banca, dueña y señora de un marco jurídico que le permitía hacer lo que le venía en gana con la complicidad del Banco de España. La tontería le acabó costando el cargo a Mariano Rajoy, pero ningún responsable del Banco de España tuvo que dar cuenta de su lamentable papelón mientras las familias se quedaban sin piso e hipotecadas de por vida. En Islandia lo resolvieron con más determinación y eficacia: los corrieron a gorrazos hasta la cárcel.

La clase política actual en España vive acobardada, sometida al buenismo irresponsable, el oportunismo y la más absoluta falta de ideas. No hay liderazgo, y podría añadirse que tampoco hace falta. Una frase ocurrente, un mensaje –por falso que sea– bien alojado en los medios más influyentes acaba obrando el milagro de que la bicicleta del poder no caiga. Todo es posible gracias a una sociedad cada vez más ensimismada, carente de sentido crítico y en la que sus ciudadanos están solo preocupados por su propia supervivencia.

¿Y ahora qué?

Tal y como vaticinamos algunos, la huida de Carles Puigdemont fue una estratagema consentida para dejar las cosas como estaban, sólo que ahora con Salvador Illa como presidente de la Generalitat catalana. Con la jugada todos han ganado, Illa, Pedro Sánchez y Puchi, que sigue en Waterloo incordiando todo lo que puede. Aunque la última charlotada puede ser el principio de su final definitivo. Lo peor de todo es que seguimos sin saber cómo se materializará el cupo catalán comprometido con los independentistas de Esquerra y su efecto en la financiación del resto de autonomías. Aplicando el principio de set n'hi entren i set n'han de sortir, queda claro que la mejora financiera de Catalunya tiene que ir en detrimento de las otras comunidades salvo que, milagros aparte, se dispare el endeudamiento del Estado hasta límites estratosféricos. Apuesto por esta última posibilidad salvo que la Unión Europea nos salve del desastre.