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Hay un vuelo directo que enlaza Palma con León y en verano cuenta con cuatro frecuencias a la semana. Los pasajeros vamos directos a la terminal interislas, junto con los que viajan a Menorca y Eivissa. Este año más que nunca se vive el fenómeno del mallorquín que huye del calor y las multitudes y se esconde en la España vaciada, así que las redes sociales se llenan de insulares en Cantabria, Galicia, Asturias y Castilla y León con sudadera en pleno agosto.

En el vuelo que cogí el 1 de agosto, a la hora de embarcar, una señora hablaba con su amiga por teléfono y le decía que iba a vender su casa de Campos y se iba a mirar una casa en un pueblo de León. Las cuentas le salen de sobra: un sueco compra la casa de Mallorca por una doblerada y el vendedor se va al norte a algún pueblín medio vacío para comprar una casa a reformar por la mitad de lo que cuesta un pisito de nueva construcción en Palma.

¿Estamos haciendo el camino inverso de los forasteros de los años 60? Alguien me decía hace poco que imaginaba a sus hijas fuera de la Isla, ya sea porque serán refugiadas climáticas o exiliadas económicas. Se aproxima un trauma para los mallorquines aferrados a la Roqueta, impulsados por un éxito tan masivo que ellos mismos no podrán disfrutar.

Pero no pasa nada. Han sido miles de personas durante generaciones las que han tenido que emigrar. Quizás sea el turno de los insulares que creían (creíamos) que jamás nos moveríamos de nuestra tierra. Vender los muebles, hacer cajas, montarse en un barco con todas nuestras pertenencias y empezar de nuevo en una comunidad extraña. Es nuestro turno y no deja de ser un trauma.