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Reflexionando sobre el espectáculo del jueves 8 de agosto en Barcelona, paseo Lluís Companys, cuyo actor principal fue el prófugo Carles Puigdemont, me asaltaron la memoria varios pasajes de Los Miserables; la monumental novela romántica de Victor Hugo, cuyo protagonista, Jean Valjean, era un superhombre, valeroso, de una fuerza física descomunal y también de una gran fortaleza moral, que las circunstancias de la vida le llevaron a ser también prófugo de la justicia más de media vida. Mas Jean Valjean es buscado sin cesar por el inspector Javert, un sabueso obstinado en capturarle. Fueron sendos acontecimientos que se me hicieron presentes cruzándose en la corriente de mi consciencia. Fugitivos ambos de la justicia, pero en unas circunstancias diametralmente diferentes. Puigdemont, después de declarar la independencia de Cataluña y mantenerla durante 56 segundos, de los cuales 44 fueron en forma de república, emigró de España para no responder ante la justicia. Pasó a vivir en Waterloo, en una casa que la llaman desde entonces, de la República, es de suponer que ‘tot pagat’ (todo pagado) como hace más de un siglo explicó Francesc Pujols que era de verdad lo que han deseado siempre los catalanes. Anhelo que Jesús Laínz confirma en su libro El privilegio catalán.

Hace pues ya quince días que Carles Puigdemont, que no es ni un superhombre ni un valeroso personaje; más bien todo lo contrario, después de siete años de fugado de la justicia, entró en España sin peluca, al revés de lo que hiciera, en su día, Santiago Carillo. Pronunció un discurso de siete minutos; que, aunque breve, más largo que lo que duró la república que declaró y unilateralmente suspendió. Después se fue por piernas y finalmente desapareció camuflado entre la muchedumbre y la presencia impasible de sinnúmero de mossos d’esquadra que se tenía entendido, aunque quizás solo por los más ingenuos, debían detenerle. Mas, lo que no se ha querido reconocer, por lo menos todavía, ha sido que en realidad a Puigdemont no se le detuvo porque se esfumó; y que como es sabido, el humo es imposible de aprehender con las manos. Lo que, de invocarse al momento, hubiera podido provocar una pasión imposible, que como dijera Lamartine, en su ensayo sobre Los Miserables es «la más homicida y la más terrible de las pasiones que se pueden infundir a las masas.»