TW
2

Lo que ocurre en este país parece una broma de mal gusto. Se quejan en la Comunidad Valenciana de que el Estado impone multas de doce mil euros a agricultores que contratan a extranjeros para sus cosechas, aparentemente con todos los papeles en regla. Pero resulta que algunos son irregulares y falsifican su identidad y su documentación. Según la ley vigente, al estafador (el inmigrante) se le da una palmadita en la espalda y que continúe buscándose la vida, mientras al contratador engañado se le adjudica una multa del copón. Seguramente no serán las cosas así de simples, pero si hemos de creer al empresario, esto es un despropósito. Con razón alegan que si el Estado permite que estas miles de personas permanezcan en suelo español ante la vista gorda de las autoridades, también debería permitírseles trabajar y funcionar como cualquier otro ciudadano. Más en zonas del país donde resulta complicadísimo conseguir mano de obra para determinados empleos y mientras las listas de demandantes revientan con tres millones de personas que no están dispuestas a hacer según qué trabajos. Una locura y una irresponsabilidad en una nación que es una potencia agrícola y que, poco a poco, va permitiendo que el campo se muera, porque los payeses se hacen mayores, los jóvenes no quieren saber nada de la tierra y el esfuerzo que requiere y la mano de obra que abunda está vetada porque carece de permiso. Al mismo tiempo, miles y miles de españoles cruzan estos días la frontera francesa para participar en la vendimia del sector vinícola y ¿por qué allí no tienen reparos para agacharse y currar de sol a sol? Porque se paga muy bien. Ahí está el dilema, me temo. Si en Francia el campo es atractivo, ¿por qué aquí no?