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Bruselas, el Parlamento Europeo y el Consejo de Europa encontraron tiempo y debate para aprobar la pintoresca directriz que obliga a fijar los tapones de los envases de plástico con el fin de evitar la acumulación de residuos, pero todavía no han encontrado un hueco para abordar en serio el problema de la inmigración.    En el caso de nuestro país, en los últimos siete meses, cerca de 30.000 inmigrantes ilegales consiguieron alcanzar alguna de las islas de Canarias. Y varios cientos más a Ceuta y Melilla.

Son personas que huyen de la miseria a veces agravada por las guerras. La mayor parte son jóvenes que arriesgan sus vidas haciéndose a la mar en embarcaciones precarias guiados por la esperanza de pisar tierra europea en busca de una oportunidad. Es un fenómeno con una dimensión moral que por razones éticas nos emplaza a recibirlos como lo que son: seres humanos en situación de indefensión y precariedad.    La peculiaridad del momento es la cuantía de los contingentes de población africana que intentan llegar a Europa atraídos por la imagen de prosperidad generalizada que por contraste con la pobreza, cuando no la miseria, de los países de los que proceden se convierte en un objetivo a alcanzar. El problema que plantea es disponer de medios    para poder recibirlos, atenderlos en una primera instancia, ampliar los centros de acogida, proceder a su distribución por el territorio del primer país al que llegan y posteriormente distribuirlos por los diferentes Estados que conforman la Unión Europea.

No es un problema que Italia, Grecia o España puedan resolver sin ayuda. La frontera sur de Europa es la frontera de toda la Unión. Por eso se echa de menos una política de ‘Estado’ en Bruselas.