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Atravesamos el verano con la mayor sensación de saturación humana que se recuerda. El alquiler turístico, a menudo ilegal, hace estragos. La población autóctona habita en un Archipiélago que cada vez se le hace más extraño.

Masificación desmedida es sinónimo de pérdida de personalidad. Y de hundimiento de unos valores que unas pocas generaciones atrás convirtieron en únicas a estas Islas. Ahora mandan internet y el descontrol. El autogobierno balear, que con tanta esperanza fue recibido hace cuatro décadas, camina a duras penas, desbordado y bloqueado, incapaz de aportar soluciones. Si no logra gestionar los aeropuertos, la gran puerta, está condenado al fracaso. Y los que tienen el poder económico no le ayudan para conseguirlo.

Sabemos desde hace siglos que las sociedades entran en crisis cuando hay falta de liderazgo. El egoísmo y el vivir al día de los que detentan los resortes productivos acaba por volverse contra ellos y contra todos.

Lo estamos comprobando estos meses. Los hoteleros comienzan a comprender que tanto desmadre acabará por lesionar el prestigio de sus establecimientos ante una competencia desleal que no para de crecer. Esa es la consecuencia de no mirar hacia adelante, de vivir bajo el ala del beneficio a corto plazo. Si la clase hotelera hubiera asumido en su momento el liderazgo político, institucional, de comunicación y de imagen, en definitiva, de modelo de país, invirtiendo a favor de una sociedad equilibrada, ahora no verían tanta zozobra en el horizonte.

Lo sabemos desde la antigua Roma. Ser un patricio implica responsabilidad y firmeza en primera línea, en las duras y en las maduras. Ninguna sociedad puede avanzar si sus patricios se acomodan en sus torres de marfil, si renuncian a ser capitanes porque eso les puede costar recursos a corto plazo. No hay sociedad avanzada si sus patricios padecen ceguera ante el deber, ante el futuro.