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No llegan a la treintena pero ya tienen la mirada cansada. Las manos encallecidas, la espalda dolorida, los brazos llenos de quemaduras. Están sentados en un descampado, contemplando un campo que debería ser de cultivo pero donde solo crecen malas hierbas. Otros a su edad están en la playa, en un beach club, en un festival de música, recorriendo el mundo y que se entere todo Instagram, teniendo hijos. Ellos solo miran el descampado.

El más joven, rubio y pecoso, habla con rabia: «Yo no tengo nada que contar ya se sabe todo. No voy a decir nada». Pero al final lo cuenta. «Me voy», me dice. Ya tiene preparado el equipaje. Habla con rabia entre los dientes, «esto no hay quien lo aguante. Yo estudié y me formé, pero no para esto», me dice. Es jefe de cocina, me dicen las manos con cortes y quemazones del horno. Estudió cocina, sería el orgullo de Jordi Cruz el Malo, el que sale en Master Chef exigiendo la entrega del alma para alcanzar el olimpo de la gastronomía. El problema es que esa exigencia se pide para una estrella Michelin y para el chiringuito de playa más ramplón. Dice que no cobra horas extraordinarias, exprimido como un limón reseco al fondo de la nevera. Su amigo es maitre, apura un cigarrillo y también tiene las cajas preparadas. Viven en un cuchitril de ocho metros cuadrados. El jefe de cocina y el maitre, ni treinta años, formados en escuelas de hostelería, se largan. Y lo dicen una tarde de agosto con los restaurantes repletos y los empresarios buscando mano de obra. Se van a la Península, «allí se vive, al menos». Huye de la cocina atestada, el cuchitril de ocho metros cuadrados, de la Isla de la que reniega.