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No es que hayamos perdido el sentido del humor, es que lo estamos cambiado. No nos queda más remedio. Las leyes que se van aprobando a marchas forzadas, obligan a modificar nuestras conductas, entre las que se incluye todo lo relacionado con el humor. El otro día, por ejemplo, viendo videos antiguos de humor de la televisión de los setenta, ochenta y noventa, me di cuenta de dos cosas: La primera, de que hoy apenas hay programas de humor que hagan reír. La segunda, de que nuestra sociedad en evolución ha cambiado tanto que el sentido del humor se ha modificado y no sabemos de qué manera lo ha hecho.

Durante la dictadura, Gila hablaba por teléfono con un enemigo que estaba al otro lado del aparato. Tip y Coll satirizaron la vida familiar en una dictablanda y se burlaban de un gobierno del que nunca hablaban. Eugenio se mofaba a reglón seguido de una transición que pretendía cambiar el país en un fin de semana. Martes y Trece nos introdujeron en la sociedad democrática que se reía de sí misma y de todo lo que en ella se movía.

Hoy, cuando veo aquel humor trasnochado, me doy cuenta de que aquello que nos hacía reír hoy nos puede hacer llorar porque está cuestionado, es censurado o prohibido. Si te burlas de determinados colectivos se ofenden. A las minorías ni las toques. Cualquier grupo que se sienta aludido está cargado de razones para presentar su agravio ante un juzgado. La legislación actual se ha vuelto en contra del humor y ser humorista se ha convertido en una profesión de alto riesgo. Vamos a tener que empezar a reírnos de nosotros mismos para poder sobrevivir a tanta seriedad o recuperar el libro perdido de Aristóteles sobre la risa, para darnos cuenta de que el humor es uno de los elementos que diferencia lo racional de lo irracional o, si lo prefieres, lo humano de lo animal.