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Mi preferido era Kelltom McIntire. Se llamaba en realidad José León Domínguez y formaba parte de aquella entrañable banda de escritores populares que entre los años setenta y ochenta del siglo pasado llegaban cada semana a los kioscos españoles con una nueva novelita de las llamadas de a duro. El más conocido de todos ellos siempre fue Marcial Lafuente Estefanía, el único que no se escondía tras un seudónimo y el único también que continuó firmando con su nombre incluso después de muerto. Hace unas semanas, curioseando en uno de esos kioscos, descubrí, medio escondida, una nueva edición de sus novelas del oeste en el formato habitual. Pensaba que las suyas habían corrido la misma suerte que las del propio Kelltom McIntire, Curtis Garland, Silver Kane, Lou Carrigan, Joseph Berna, Vic Logan o Erik Sorenssen y hacía ya al menos veinte años que no se habían vuelto a publicar. Marcial Lafuente Estefanía fue asimismo el único que se encasilló en un solo género. Al resto tanto les daba escribir una novela del oeste que una de misterio, y raro era que a ambas no les siguiera otra de terror o de ciencia ficción en el mismo mes. Una semana era normalmente todo el tiempo que necesitaban para escribir la palabra FIN en la última página de cada una de ellas y enviarla por correo a la editorial (con la preceptiva copia para la censura gubernativa, durante muchos años). Para ello no dudaban en tomar prestados argumentos y personajes de otros, ahorrar tiempo plagiándose a sí mismos, y, sobre todo, abusar con descaro del punto y aparte. Kelltom McIntire escribió así en torno a medio millar de esas novelitas y no todas eran malas.