Me parece que a estas alturas ya existen en el mundo más cosas que no entiendo que de las otras, es decir, las comprensibles. A veces, me siento como una persona a la que han elevado desde el suelo con algo parecido a una grúa y que después han depositado con delicadeza en otro planeta. Y, sin embargo, sé que todavía estoy en la Tierra. Seguramente este curioso fenómeno se debe a cosas de la edad, agravadas especialmente por mi torpeza tecnológica. Y algo aún peor: las nulas ganas de encontrarme en ella –la tecnología– como pez en el agua.
Hacerse mayor conlleva algunas cosas buenas –aunque hoy en día parezca que es horrible–, tales como la experiencia y, sobre todo, la relatividad con que uno se lo toma todo. Con mucha más despreocupación. Por eso, si vivo lo suficiente, llegará el día en que todo me importe un pito –cada vez queda menos–. Y, al fin, seré realmente feliz. De momento, todavía no puedo cantar victoria, pues algunos hechos o comportamientos absurdos y ridículos continúan poniéndome nerviosa. Seguramente cada año irá a menos.
Ya escribí una vez que mi objetivo en la vida es la ataraxia: la imperturbabilidad del ánimo, serenidad y sosiego del espíritu gracias al total control de las emociones perturbadoras. Sin embargo, de momento aún estoy bastante lejos de conseguirla. Ya me dirán, si no, por qué me tienen que enervar cosas como unos inocentes aplausos. Lo sé, lo sé. Pero es que hoy en día la gente aplaude –muy acaloradamente– cuando ve una puesta de sol. Justo en el instante en que el astro deja de verse, hay gente que aplaude como si se tratara de un espectáculo teatral. Y sonríen todos a una, sintiéndose partícipes del mismo hecho único y trascendental. Otro aplauso compartido se ha puesto de moda últimamente en los funerales, cuando, tras la lectura de un panegírico de lo más exacerbado dirigiéndose a una fotografía panorámica del difunto, el familiar dice que aquella persona se merece un aplauso por lo buena y generosa que ha sido. En fin… Lo mejor de todo es que me alegra pensar que tal vez ya no me falta mucho para ser feliz.
3 comentarios
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Brillante.
El aplauso, como una alegre muestra de admiración hacia la belleza con que la naturaleza nos obsequia en una puesta de sol, ya la practicaba Santiago Rusiñol en el Torrent de Pareis. De hecho, yo siempre me imagino la salida de sol (que normalmente me pilla cuando todavía estoy en el mas allá) escuchando "Amanecer" de la obra "Así habló Zaratustra" de Richard Strauss. Lo que no me acaba de gustar son los aplausos que se dedican a las víctimas de violencia de género o de homicidios y asesinatos, después de dedicarles un minuto de silencio. Para mí el aplauso lleva implícita una alegría que no es procedente en dichas circunstancias. Preferiría que acompañaran el silencio con, por ejemplo, "El cant dels ocells" de Pau Casals. No quiero con ello molestar a nadie. Es una simple opinión personal.
Si quiere entonces vivir feliz hasta el día de la despedida, elija ya su epitafio y haga ya el encargo: "Por favor, no aplaudan".