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Cuando se aprobó la ley trans fueron muchas las voces que clamaron al cielo y ahora vemos algunos efectos perversos del texto. Quizá lo más sangrante es la mentalidad buenista con la que los legisladores redactan leyes. Conociendo al género humano, habría que hacerlo siempre desde los enunciados de Maquiavelo, presuponiendo la perversidad de la que es capaz buena parte de las personas. También es verdad que para algunas maniobras torticeras hace falta ser muy inteligente y, a veces, eso es lo que les falta a los que mandan. El caso es que desde hace meses se detecta un goteo –a medida que se vayan difundiendo los casos el tema crecerá, sin duda– de hombretones de tomo y lomo que acuden al registro a certificar su condición de hembra como seguro de vida ante lo que están planificando hacer. Son cerdos maltratadores algunos y listillos otros que han visto en la letra pequeña de la ley su oportunidad para sacar rédito sin mover un dedo. Gentuza ha habido, hay y habrá siempre. Y la ley debe contar con ellos, porque son legión. Unos se decretan mujeres para colarse en las competiciones deportivas y asegurar una victoria que como hombres se les escapa. Otros lo hacen para aprovecharse de algunas ventajas en la promoción laboral y ocupan plazas o cupos reservados a las féminas, con sus barbas, su olor a sobaco y sus santos coj… Y los hay, los peores, que saben que la ley castiga con más firmeza al hombre que agrede a una mujer en la considerada «violencia machista» que en otro tipo de violencia. Otra genialidad de la ley. Queriendo servir de freno, que no lo hace en absoluto, se han pasado de frenada. La solución es facilísima: equiparar las penas, en su máxima dureza, de todas las agresiones.