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Algunos modelos de papeleras urbanas (malditas metáforas visuales) parecen buzones. Los buzones de correo –que milagrosamente subsisten– son ya uno de los pocos elementos del paisaje urbano que, liquidadas las cabinas de teléfono, todavía reconocería alguien que viniera del pasado, del siglo pasado y de antes. Soy muy fan del servicio postal, de su organización y hasta del romanticismo y la leyenda que le acompañan. Cada día sale del edificio de Correos de Palma –alguna mañana he presenciado ese momento– una legión de hombres y mujeres con carritos que luego se distribuyen por las calles de la ciudad. En realidad, la historia del correo que te puede llegar en cualquier momento empieza cada día muy tempranito en algo llamado Centro de Tratamiento Automatizado (CTA) y que está en el polígono de Can Valero, en Palma. Es uno de los 18 centros de este tipo repartidos por toda España. Un cartero salvaba al mundo tras una guerra apocalíptica en El mensajero del futuro. Y un cartero llegaba en bicicleta hasta donde hiciera falta en Crónicas de un pueblo. Y en las diligencias del Oeste que asaltaban los facinerosos iba la saca con las cartas, junto a la de los billetes y el oro. No sé la última vez que eché una al buzón. Igual fue una postal de un verano. A veces encuentras postales viejas que alguien te envió y que utilizaste como señal entre las páginas de un libro. Y eso hace que te metas en una doble lectura. Una, la de la historia que te cuenta en libro. Y la que te cuenta ese mensaje del pasado que te lleva a rebuscar también tu interior, o el de tu yo del pasado, cuando todavía se escribían cartas. Hay una historia muy bonita que leí en un periódico: la de un profesor canadiense que, durante años, encargó a quienes daba clase que escribieran una carta a su yo del futuro. Las guardó todas durante años y ha decidido repartirlas a quienes las escribieron.