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Un fenómeno estudiado mil veces es la relación entre turismo y prosperidad. Basta mirar el mapamundi: todos los sitios que viven del turismo son pobres. O, más bien, con una desigualdad pasmosa, estilo victoriano. Los grandes beneficios van a manos del empresario, a menudo grandes corporaciones radicadas en otros países. La mano de obra viene de lugares todavía más pobres porque así es fácil pagarles poco y exigirles mucho. En zonas anglosajonas, de India, Bangladesh, Indonesia, Filipinas; en áreas donde se habla español, de las naciones más pobres de América Latina. Carecen de arraigo social y familiar y se agarran al trabajo sin descanso para sacar adelante a su familia, por lo general numerosa y que depende de su esfuerzo, allá en su país de origen. El modelo turístico mallorquín va cada vez más en esa dirección, tras haber subsistido durante décadas basado en la empresa familiar y la mano de obra peninsular. Desde que la inflación se disparó tras el desastre pandémico, los empresarios han visto crecer sus beneficios a escalas inéditas. Eso significa que el exceso de riqueza generada por esos precios tan inflamados no se ha repartido, queda en manos del propietario y los accionistas de la compañía. A sus obreros, con suerte se les garantiza el SMI, aunque no son pocos los que denuncian que trabajan diez, doce horas diarias, incluso siete días a la semana, con contratos que simulan cumplir la legalidad. En esto se ha convertido Balears, antaño tierra de oportunidades. Hoy los trabajadores apenas llegan a fin de mes. Y, sin embargo, con las cifras empresariales, se necesita cada vez más mano de obra barata. Una tormenta que lleva gestándose varios años. Veremos cómo y cuándo explota.