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Este verano un grupito de gamberros hundieron entre risas una barca de alquiler, y otros turistas con yate alquilado presuntamente arrollaron y mataron a un mallorquín que estaba pescando tranquilamente. Estos últimos habían sido apercibidos horas antes del incidente por otros usuarios por hacer también el gamberro con un bote. Lo raro es que no hubiera pasado antes, porque se veía venir.
Hace ya bastantes años solía salir a navegar a vela con un grupo de amigos. La propietaria del velero no poseía títulos náuticos, sólo su larga experiencia en el mar; de hecho, casi nadie a bordo los tenía, pero la precaución y el respeto presidían siempre nuestras modestas singladuras. En el mar mallorquín se funcionaba mediante un acuerdo tácito de respeto, precaución y libertad. La mayoría de los aficionados éramos nativos o residentes, éramos muchos menos y las embarcaciones eran nuestras, no de alquiler. Regía, por así decir, una educada tolerancia, aunque ya resultaba fácil intuir que, precisamente por ello, el abuso iba a ir más y que aquello no acabaría bien. Así llegó la proliferación del alquiler hasta el cachondeo que es ahora. Pronto tendrán que comenzar los controles, la vigilancia, la aplicación estricta de la normativa, probablemente el establecimiento de un límite al número de embarcaciones y, con ello, el fin de esa educada tolerancia.

La saturación náutica y sus excesos son síntoma del mismo fenómeno a escala mayor, a saber, la comercialización turística de todo lo que pueda resultar vendible. Ya no son noticia, por habituales, las calles céntricas intransitables, las hordas de cruceristas, la ocupación de las plazas de los pueblos y ciudades con terrazas para el turismo, las reyertas, el balconing, las palizas a taxistas y los habituales excesos y borracheras de cada verano. Hemos naturalizado el vandalismo patrimonial, las juergas y molestias a los vecinos en los innumerables pisos de alquiler turístico, las carreteras abarrotadas de coches de alquiler y, en resumidas cuentas, la venta de un territorio y de una identidad, la destrucción implacable de una forma de vida.

Nos ahogamos en el mar y en tierra, saturados, desbordados, repletos y asfixiados. ¡Socorro!