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La alegría verdadera no necesita carcajadas, ni gritos estentóreos, ni alcohol sin freno, ni juergas, etc. La alegría proviene de dentro es ferviente amiga de la paz interna, trasciende espontáneamente al exterior y se fundamenta en la fe. «Todavía no habéis visto a Jesús y lo amáis, sin verlo creéis en él y tenéis una alegría tan grande que no hay palabras para expresarla». (1Pe 1, 8)

La alegría, así, puede unirse con el dolor, con la incomprensión e incluso con la persecución. ¿Por qué los primeros mártires eran capaces de exclamar con gozo: ¡Jesús es el Señor! al ser atormentados horrorosamente? Las mismas palabras que pronunció Jesús mientras era crucificado: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen», son palabras que deberían conmover hoy a todo el mundo y eran en origen la expresión de un dolor horrible, pero también la muestra de un gozo inefable como presagio de una misión cumplida y salvadora.

No hay ningún santo triste por muchos sufrimientos y pruebas que haya tenido que soportar. La alegría es el sello y la marca de todo aquel que sigue a Jesús en el amor… Amar es dar y darse y, servir según Aristóteles, «la esencia de la vida es servir a otros y hacer el bien».