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A pesar de que, cuando te enfrentas a una novela, estimulas la imaginación, nunca puedes superar a la realidad. Por ejemplo, nunca se me hubiera ocurrido un relato, donde un ser humano –sobresaliente cum laude en mentiras– se proclamara a sí mismo como caudillo luchador contra la mentira. Algo así, como si el director general de las industrias cárnicas más importantes del país se proclamara líder de los vegetarianos o, mejor aún, vegano fundamentalista. O como si la celestina de la casa de putas más visitada de la ciudad, presidiera una asociación dedicada a luchar contra la lujuria y fomentar la castidad. Hace falta tener cuajo –como decimos en Aragón– para aparecer como campeón de una actividad contraria a la actividad más frecuente y familiar, que practica casi a diario.

Desde el año 1978, Pedro Sánchez ha sido el presidente más mentiroso de la democracia española. Sin parangón. Por eso, reconociendo sus méritos, le suelo denominar Pedro I, El Mentiroso, no con ánimo de injuria, sino por respetar la evidencia.

Entiendo que tenga de sí mismo un concepto tan alto que resulte imposible de mejorar. Comprendo que transformar el consejo de ministro en un club de fans, cuyos componentes transmiten las consignas, debe otorgar una seguridad que casi avecinda con el blindaje. Pero, por mucha que sea su soberbia, también se le debe reconocer inteligencia, y asombra y apabulla que pueda llegar a creerse que la mayoría de los españoles han sufrido un ataque de amnesia generalizada, amén de que se les escapa, por la comisura de los labios, un fino reguero de baba, que certifica su estupidez.

Que Pedro I, El Mentiroso, desee convertirse en Pedro, El Batallador Contra la Mentira, es un disparate, y no me importaría si el personaje fuera corredor de seguros o vendedor de fincas urbanas. Pero tenemos la mala suerte de que esta insoportable contradicción la protagoniza el presidente del Gobierno.