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Cuando ingresé en la Administración Pública, hace ya muchísimos años, un veterano funcionario me dijo que la pauta que tenía que seguir era «al amigo todo, al enemigo nada y al indiferente la legislación vigente». Una broma, pero muchas veces me pregunto si la política se mueve por estos derroteros, aunque en ella no hay indiferentes sino adversarios.

Es evidente que en la democracia no debería haber enemigos porque a los enemigos se les combate siempre con cualquier medio para evitar una derrota. La paz o el alto fuego hay que acordarlo con los enemigos, pero en la política democrática lo que cuenta es el interés público y solo puede haber adversarios, confrontación de opiniones.

Sin embargo, da la impresión de que el noble arte de la política ha sido sustituido por la provocación, el encanallamiento y la conversión del discrepante en enemigo. Donald Trump es un populista intransigente sin la menor empatía con la gente. Se diría que se inventa enemigos a la misma velocidad que los crea.

Pero ni aun así podemos entender la barbarie de dos tentativas de asesinato de Trump, a la primera escapó por milímetros. Aunque en democracia no todas las opiniones son respetables, la violencia es siempre condenable sea quien sea el que la sufra.

Asistimos en Europa y en América del Norte a una creciente división del campo político entre los buenos y los malos lo que hace que sea imposible alcanzar acuerdos necesarios para la estabilidad del país. No hay adversarios sino grupos o dirigentes enemigos a los que negarles el pan y la sal. Se polariza el debate de manera extrema hasta hacer imposible que cooperen quienes tienen la llave de la gobernación de un país.

Está claro que Pedro Sánchez ha eliminado a los adversarios y a los tibios de su acción de gobierno construyendo un muro entre una supuesta mayoría progresista y el resto (la fachosfera). Y ahora pretende hacer algo parecido con los medios de comunicación. Sin embargo, se equivoca totalmente porque hay cuestiones transversales que requieren mayorías robustas por el bien del país. Rechazar la posibilidad de llegar a acuerdos con el PP es insensato y peligroso para la estabilidad del país.

El ejemplo de la ley de amnistía es muy claro. No voy a entrar en la conveniencia o no de la ley. Pero una ley de esta envergadura, como dijo la Comisión de Venecia, precisa de una mayoría amplia que la apoye y de una base constitucional sin sombra de duda.

En cualquier país, en el nuestro, convertir al adversario en enemigo, emponzoñando el discurso, solo consigue dividir a la sociedad en bandos irreconciliables y yo, francamente, prefiero recuperar a los indiferentes para aplicarles la legislación vigente.