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La masificación turística en nuestras islas, especialmente en Mallorca, ha sido una de las noticias más destacadas de estos últimos meses tanto dentro como fuera de nuestras fronteras. Palma se ha convertido en el tercer destino de verano más popular de España, sólo por detrás de Madrid y Barcelona.

Desde el pasado mes de mayo, miles de personas concienciadas y hartas han salido a las calles para protestar contra la saturación de turistas y la falta de vivienda. «Mallorca no se vende», «Turistas, marchaos a casa», «SOS Residentes», «¡Sin límites no hay futuro!», «Cambiemos el rumbo» … han sido algunas de las frases y también eslóganes más leídos y escuchados. Y como «la unión hace la fuerza» y la convicción colectiva de que «nos están quitando lo nuestro» conlleva al empoderamiento unipersonal, muchos mallorquines convencidos han ejercido su derecho a la protesta para ser, como mínimo, escuchados, dejando en el aire denso del bullicio sus reivindicaciones y enfados.

Y en una de esas protestas estaba mi amigo Sebastià —testimonio real con nombre ficticio para no herir su honor y decoro— que, a sus 70 años, gritaba con fuerza: «¡Esto es insostenible! ¡Somos demasiados! ¡Esta isla no se vende! ¡Mallorca es de los mallorquines!».

El WhatsApp de mi teléfono no dejaba de sonar. Mensajes de voz de un excitado y soliviantado Sebastià iban narrando casi al minuto el devenir de la protesta, como si compartiera contenido a través de FaceTime, en vivo por internet. «Esto es impresionante», me decía con la voz entrecortada mi amigo. «¡Juntos lo vamos a conseguir! ¡Turistas, políticos y empresarios deben darse cuenta de que esto es insostenible!», proseguía con un tono de voz apasionado, como el que ve ganar a su equipo en una final de la Liga de Campeones de la UEFA. Casi al mismo tiempo, mi teléfono también recibía fotos de aquella marcha pacífica y exasperada a partes iguales; eran imágenes del ambiente, pero sobre todo de la gente que Sebastià tenía a su alrededor: fotos de caras tristes y alegres, caras desencajadas y caras enfadadas, aliñadas con otras de carteles con grandes frases escritas en tinta roja.

Esa tarde yo estaba fuera de la isla, de ahí la narración continua de Sebastià. Y no daba crédito a lo que estaba viendo y escuchando. Al principio pensé que se trataba de una chanza, incluso una burla, de ese clásico humor mallorquín del que hacemos gala los que somos, nos hemos criado o vivimos en la isla. Pero no se trataba de eso. Días más tarde hablé con mi amigo de todo ello y le recriminé su contradictoria actitud por haber participado, y además con ahínco, de esa manifestación. Y es que Sebastià tiene dos de sus casas en alquiler vacacional. Todo legal, por supuesto, pero arrendado desde hace años y con beneficios que ya quisiéramos ustedes, queridos lectores, y yo. Mi amigo me dijo que estaba en contra del turismo masificado y del alquiler vacacional: «Ojalá lo prohíban, pero hasta que esto no ocurra, seguiré sacando réditos económicos a mis propiedades». Vivir para ver.

Mi reflexión es: ¿Acaso esa expansión del alquiler turístico tiene que ver con el afán personal de los que rentan sus propiedades para sacar un dinero extra? ¿Los que lo critican son los que están convencidos o son los que no tienen propiedades o posibilidades de hacerlo?

No es algo solo de los mallorquines, a pesar del titular del artículo; es algo tan universal como inherente en el ser humano. ¡Ay esas contradicciones!