Volver a los lugares donde fuimos felices a veces no es fácil, sobretodo cuando ha pasado mucho tiempo y nuestra vida ha cambiado. Los espacios se impregnan de lo que allí vivimos. Puede resultar incluso doloroso volver a aquellos escenarios donde transcurrieron momentos que son irrecuperables.
Me sucedió el otro día con un restaurante de Barcelona, el Passadís d’en Pep. Su propietario, Joan Manubens, fue un gran amigo mío y de mi familia. Era un hombre singular. Un personaje en mayúsculas: bueno, generoso con sus amigos, con un talento natural increíble para valorar el arte y la belleza, un cocinero espléndido.
En su restaurante, durante mucho tiempo, me sentí como en mi propia casa. A todos sus amigos nos sucedía lo mismo, gracias a su buen hacer en los fogones y a su simpatía y savoire faire de cara al público. Cuando falleció, perdí a alguien importante. Durante años no pude volver a su restaurante, que con enorme acierto regenta hoy su hijo, Joan. No me sentía capaz de soportar el peso de la ausencia donde había pasado momentos tan gratos.
Dicen que el tiempo lo pone todo en su sitio. Aunque la frase nunca me ha gustado, debe de tener algo de razón. Un día decidí que podía volver. No fue una decisión tomada con tiempo ni fruto de demasiadas reflexiones, simplemente sentí que había llegado el momento adecuado para recuperar un lugar que no quería perder.
Volví con ilusión al Passadís d’en Pep. Me reencontré con las pinturas que adornan la paredes de diferentes tonos azules y rosados. Abracé a Modesto, la mano derecha de Joan, con la sensación de recuperar a alguien muy apreciado. Degusté las delicias que son una maravilla gastronómica. Brindé por los vivos y también por mis muertos queridos. De repente sucedió un pequeño milagro en forma de tortilla. Un camarero me sirvió una tortilla de patatas y cebolla que no había pedido Me quedé sin habla. Se habían acordado de que mi amigo, conocedor de mi debilidad por ese plato, siempre me servía una. Era un pequeño juego entre los dos que los que quedaban recordaron. Fue bonito: nuestra tortilla reapareció sin avisos una eternidad después.
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