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Hace un par de semanas el Financial Times publicó una carta que ha generado mucho revuelo en la comunidad de economistas. El título de ésta rezaba: ‘El futuro estará determinado por las herejías de la economía heterodoxa’. Los economistas convencionales se han sentido ofendidos, no tanto por el contenido de la carta, sino porque la haya publicado el Financial Times, uno de los medios económicos más relevantes y prestigiosos del mundo. A fin de cuentas, esta carta supone reconocer la necesidad de un cambio de paradigma ante la dificultad de la economía convencional para afrontar los retos del presente. Y lo cierto es que no es la primera vez que esto ocurre.

El estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914 inició la que según el historiador Eric Hobsbawm es la era de las catástrofes. A la tragedia de la guerra le siguió el crack bursátil de Nueva York en 1929, que degeneró en la más prolongada crisis de la historia del sistema capitalista, conocida como la Gran Depresión. La recuperación de la producción y el empleo llegaría únicamente con el proceso de rearme y la Segunda Guerra Mundial, que comenzó en 1939 y finalizó en 1945 tras cobrarse más de 60 millones de vidas. La teoría económica neoclásica, desorientada ante tales transformaciones, llegó, en base a su aparato teórico, a conclusiones decepcionantes cuando tuvo que enfrentarse a la inflación desatada, la deflación violenta o la desocupación crónica. La economía Keynesiana nació en ese contexto como una auténtica heterodoxia y como reacción a la incapacidad de la ortodoxia económica para dar respuesta a tales acontecimientos.

Contrariamente a lo que muchos afirman, la ‘Revolución Keynesiana’ fue una verdadera revolución, pues trajo cambios paradigmáticos en el análisis económico y en las políticas fiscales y monetarias. La publicación de la Teoría General supuso un verdadero hito para la economía como ciencia y un punto de inflexión para la dinámica capitalista, que experimentó su ‘etapa dorada’ a partir de la aplicación de sus recomendaciones. La tesis Keynesiana demostró tener más poder explicativo y ajustarse mejor a la realidad del siglo XX que la teoría ortodoxa, recuperó el prestigio que la ciencia económica había perdido y la sacó del callejón sin salida en el que se encontraba. Los gobiernos occidentales siguieron los dictados de Keynes, lo que dio pie al nacimiento de la economía mixta y del estado del bienestar: los mercados continuaron funcionando libremente, pero los gobiernos no les permitieron abusar de los ciudadanos; y los años que siguieron a la guerra auspiciaron ingentes movilizaciones de recursos y mano de obra, crecimiento económico e importantes mejoras de las condiciones de vida de la mayoría de la población.

Con la crisis del petróleo y el fin del contrapoder que suponía el bloque soviético para el capitalismo occidental, las políticas Keynesianas fueron desplazadas por medidas tendientes a promover la desregulación y liberalización de los mercados, así como la progresiva disminución de la intervención del Estado en la economía, lo que trajo masivas privatizaciones de empresas y de servicios públicos. La economía neoclásica, de la mano del neoliberalismo más feroz, estaba de vuelta. Ante la creciente evidencia de la incapacidad de la economía neoclásica para abordar las cuestiones más urgentes del presente (especulación financiera, cambio climático, escasez de recursos, creciente desigualdad, alarmantes tasas de pobreza material severa, etc.), una nueva heterodoxia es necesaria. Y lo reconocen hasta en el Financial Times.