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La última vez que transité por la calle San Miguel era tal la marabunta turística y multicultural que anegaban esa rúa que resultaba imposible no lanzar patadas para buscar espacio vital. Vamos hacia una ecobasura climática, circular y sostenible y hortera que va a acabar con el apuntador y hasta con Mallorca. Es una calle, esta de Sant Miquel, ya pura caja de zapatos, que no conduce a la inteligencia de ningún lado, ni siquiera por sus laterales a los aliviaderos genitales de muchos mallorquines, me refiero a La Pulga o a aquel hostal Perú de grata memoria. Igual dentro de poco tendremos que pedir cita previa en el Ajuntament para que nos den hueco para andurrear por Sant Miquel, y por el Borne y por el mundo y por tanta gentrificacion y centrificación que es un placer para las influencers y una desgracia para los vecinos de siempre a los que les han arruinado su tejido urbano: los largan para que entren a saco las socimis buitres, aquí en Madrid la toma del centro de la ciudad es salvaje.

Voy a comprar a un supermercado, en Madrid, y por los altavoces recomiendan adquirir mantequilla vegetal porque no ha pasado por ninguna vaca, y ahora viene lo mejor, esa mantequilla «no contribuye al cambio climático», no sabemos si está buena o sabe a cagarrutas frescas, pero sí sabemos que no contribuye al cambio climático. Me acuerdo de El Último tango en París, aquella mantequilla no contribuyó a ningún cambio climático, creo.

Cuando se podía pasar in illo témpore por Sant Miquel me detenía (con mi compadre Leandro Garrido) a saludar al añorado don Pedro Pablo Marrero, gran persona y magnífico abogado, tengo gran recuerdo de él. Su hijo sigue con mucho éxito manteniendo ese despacho que fue pionero en modernizar las cosas jurídicas internacionales en España. Avanzando por Sant Miquel estaba la estatuilla maravillosa, en el dintel de la iglesia del mismo nombre, que yo creo representa (encubiertamente) a Ramon Llull. Recuerdo en los ochenta, con el permiso del rector, subir al desvencijado palomar de esta iglesia para hacer fotos de los tejados. Ya más allá el inolvidable bar Moka (con Cosme Barceló) y al lado hubo una tienda de fiambres en la que, según mi madre, Tomasa, hacían el fuegrás mejor de Mallorca (que duraba en casa muy poco, gracias a que presto daba cuenta del mismo mi hermano Pedro); más arriba, la Librería Ripoll con sus rarezas librescas o manuscritas dentro, y un escaparate con sus láminas y las obras de mi maestro Miguel Durán (su libro sobre Quadrado, los de la revolución del 68). El bigote daliniano de Ripoll nos chocaba a todos, como nos chocaba, en la Biblioteca March la bata blanca impoluta de otro gran bibliógrafo, amigo de Manuel, Jaume Bover. Ahora paso por la calle San Miguel y no veo la Librería Ripoll (ni ya, saliendo de la plaza mayor, aquella papelería preciosa de los Cortés-Verdaguer). Menos mal que la Librería Ripoll se ha regenerado en otro local (en Can Sanç) y en el estupendo libro que acaba de publicar (en la editorial de otro gran bibliófilo, Lleonard Muntaner) doña Rosa Planas.