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Ahora que inicia el segundo año de la guerra de Gaza, miles de personas se manifiestan para defender al pueblo palestino, se multiplican las iniciativas para sacar adelante la solución de los dos estados y se esgrimen toda clase de teorías sobre la terrible situación que se vive allí. Es lógico que la gente de buen corazón se sienta abrumada por las imágenes que vemos: familias desesperadas, niños muertos, hospitales colapsados, desplazamientos forzosos, supervivencia extrema. Es nuestra parte emocional la que responde con lágrimas y rabia a esa realidad. Lo mismo sentimos el 7-O, cuando las jóvenes judías en la plenitud de la vida fueron violadas, torturadas, secuestradas o asesinadas junto a familias que no hacían otra cosa que estar en su casa, como cualquier otra jornada. Muy por encima de eso están los Estados, que se rigen por otras normas, muy alejadas del corazón y de la misericordia. A ellos les mueve el poder, el dinero, los recursos. Por eso sus decisiones no las entendemos. Y luego están los teóricos, los estudiosos y los políticos -incluso los que representan a grupos terroristas-, que lanzan milongas al viento para dirigir la opinión pública hacia sus intereses. Ahí tenemos las cifras de víctimas mortales que publica Hamás a diario, completamente inverosímiles, pero que todos los medios de comunicación replican sin rechistar. O expertos en el tema que proclaman con frialdad que la aberración del 7-O es el resultado «de 76 años de limpieza étnica en Palestina». Una «limpieza étnica» tan arrolladoramente eficaz -los judíos no son muy amigos de las chapuzas precisamente- que ha logrado que el millón de palestinos que vivía en la región en 1950 se haya convertido en los cinco millones de hoy.