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No sé a ustedes, pero a servidor y a la mayor parte de las personas que conozco únicamente nos acostumbran a llamar ‘cariño’ nuestras respectivas parejas o cónyuges cuando están de buen rollo. Algunos, también lo usan con sus hijos, nietos o con bebés e infantes en general. La excepción positiva a esta regla eran las pescaderas del mercado de Santa Catalina o del Olivar, que dispensaban cariños y ‘reis’ a diestro y siniestro con fines estrictamente comerciales. Ignoro si esa tradición persiste, lo cual me extrañaría en este mundo enloquecido en el que cualquier muestra de afecto, aunque sea una mera estrategia de márquetin, se juzga maliciosa. Si uno tenía la autoestima por los suelos, bastaba transitar por los pasillos de los puestos de pescado entre alatxes, escórpores o sorells para alegrarse los oídos con los ‘cariño’ reglamentarios, aunque uno fuera tan feo como una nevera por detrás.

A Francina Armengol, en cambio, quien la trata de ‘cariño’ no responde a esos parámetros. Que se sepa, Koldo García no ha mantenido jamás una relación análoga a la de pareja con la presidenta del Congreso, y en su extenso currículum tampoco consta que fuera pescadero. El último aizkolari socialista, como le apelaba elogiosamente Pedro Sánchez, acredita multitud de empleos y méritos, algunos de ellos reflejados en su día en el Registro Central de Penados y Rebeldes. Además de su faceta deportiva cortando troncos a golpe de hacha, nuestro héroe progresista -sin estudios, pero con carnet- ha prestado servicios como portero, vigilante de seguridad, chófer, asesor -en términos coloquiales, ‘fontanero’- de José Luis Ábalos, amén de consejero de Renfe Mercancías y vocal de Puertos del Estado, ahí es nada. También, obviamente, inopinado empresario del sector de las mascarillas y de las pruebas PCR.

Armengol, poniéndose muy digna ella, mintió sin rubor alguno cuando afirmó que no recordaba haber hablado con quien la trataba tan familiarmente de ‘cariño’. Nos ocultó también que, tras el fiasco de los cubrebocas inservibles, no solo no despachó con cajas destempladas al responsable del timo, sino que lo remitió a su consellera de Salut, Patricia Gómez, para valorar un nuevo contrato, esta vez de test PCR. El despilfarro con dinero público con las mascarillas no sirvió para prevenirle acerca de la solvencia empresarial del personaje. Al contrario, se le volvió a contratar.

Más allá de la flagrante irregularidad de derivar a un correligionario de tu partido a la consellera del ramo para hablar de contratos públicos, desde un principio todo este asunto apesta, y no precisamente a pescado.

Dice un viejo adagio que si algo tiene el aspecto de la mierda, su color, su consistencia y su inconfundible olor, acostumbra a ser, en un 99,99 % de los supuestos, una mierda. El 0,01 % restante es solo una cortesía matemática.

Y este caso, cada vez más complejo y alambicado y con ramificaciones que pudieren incluso salpicar al mismísimo bellezón de La Moncloa, tiene visos de terminar mucho más lejos que con algunas cosméticas dimisiones. Al tiempo.

Armengol ha pasado de ser la tercera autoridad del Estado a su primer zombi político. Y ya se sabe que los cadáveres, incluso los redivivos por arte de brujería, huelen mal. Como el pescado podrido.