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El 19 de agosto de 1936, el mallorquín Miguel Salleras estaba ya sentenciado a muerte. Llevaba tres días prisionero de los ‘rojos’ sin probar bocado esperando el pelotón de ejecución. Pensaba que le matarían de hambre para ahorrarse una bala. Cuando ya perdía toda esperanza, la providencia vino a verle en forma de aliados infiltrados en el enemigo. Salvó milagrosamente la vida y pudo volver a su pueblo para contar la aventura más increíble de su vida.

Miguel Salleras Company era de Son Sardina, en Palma, tenía 22 años y servía de soldado de Ingenieros cuando comenzó la Guerra Civil. Los golpistas mallorquines lo mandaron a cavar trincheras a la costa de Son Servera bajo el mando del teniente falangista Ladislao López Bassa. En dos semanas les tocó el premio gordo: las milicias antifascistas lideradas por el capitán Bayo desembarcaron justo en su zona.

La madrugada del 16 de agosto de 1936, Miguel se desplegó con 60 militares y civiles entre Cala Bona y Punta n’Amer. Era demasiado terreno para tan poca gente. Se distribuyeron en parejas entre las fortificaciones y la arboleda muertos de miedo ante la cantidad de buques enemigos. Cerca de 2.000 hombres y mujeres se dirigían hacia ellos mientras la armada bombardeaba la costa. Los defensores agotaron las municiones y huyeron aterrados hacia la retaguardia. Pero Miguel se quedó atrás: «Estaba muy cansado y me torcí un pie. Me quedé muy retrasado y perdí de vista a mis compañeros, así que me escondí en unos matorrales».

A los pocos minutos, se vio rodeado por 30 enemigos: «¿Qué te pasa, camarada?». Miguel fue llevado ante el mismísimo capitán Bayo y el teniente mallorquín Jeroni Sitjar:

–¿Por qué los soldados no habéis fusilado a vuestros jefes? –preguntó Bayo.
–Eso sería un suicidio –contestó Miguel.
–¿Qué fuerzas hay en Mallorca?
–Hay mucha, pero dentro de poco tendrá que rendirse. Lo triste es si se va a fusilar a los soldados, porque ellos vienen obligados. Yo no he hecho fuego contra nadie.

Bayo le prometió perdonarle si era así, pero al final descubrieron la verdad, así que lo sentenciaron: «Si has disparado contra nosotros, tenemos que fusilarte». Lo encerraron en una caseta de la playa de sa Coma y tardaron tres días en darle algo de melón, sandía y pan con sobrasada. «No me dieron más porque tampoco tenían para ellos», confesaría.

Un día todo cambió: soldados de Ingenieros de Menorca y guardias civiles de Ibiza de dudosa fidelidad antifascista consiguieron apadrinarlo. Le confesaron su simpatía por «los que defienden España» y lo incorporaron a su grupo. Así aguantó hasta que Bayo dio orden de retirada la noche del 3 de septiembre. Miguel aprovechó la oscuridad para esconderse y cruzar las líneas hasta Son Servera.

Los golpistas cogieron su testimonio con pelos y señales. Miguel explicó que el enemigo no tenía pan ni agua y que esperaba unos aviones rusos que nunca llegaron. También les dio varios nombres de milicianos de Palma, Son Sardina y Establiments. Sobre las mujeres, afirmó que algunas no eran solo sanitarias: «Algunas se quedaron como enfermeras, aunque me consta que este no era su servicio principal».