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Durante el pasado mes de septiembre, el día 13 cayó en viernes. En el mundo anglosajón, el viernes 13 es como nuestro martes 13, un día de mala suerte, del cual la gente se muestra temerosa. Pues bien, según el portal de viajes Kayak, que se dedica a la comparación de los precios de los viajes, ese día la media de reducción de los precios de los vuelos en avión desde Gran Bretaña a cualquier destino europeo era del 21 por ciento sobre el mismo viaje en cualquier otro día 13 que no fuera viernes.

Supongo que a estas alturas, tras décadas de aviación y de mil siniestros, todo el mundo sospecha que los aviones no se caen porque sea viernes 13. Siempre hay otras causas. Sin embargo, incluso en Gran Bretaña, un país bien poco emocional, los viajeros tienen miedo a volar ese día, lo que lleva a que los algoritmos de las aerolíneas, ante la menor demanda, bajen los precios en más de una quinta parte.

Hace unos años, un conocido mío, especialista en coches, montó un negocio online consistente en asesorar al público sobre qué vehículo cumplía mejor con sus expectativas. Tratándose de una compra de cierta importancia económica, qué mejor que una asesoría desapasionada antes de la elección. El hombre se mantuvo unos meses haciendo este trabajo hasta que llegó a la conclusión de que se había equivocado: «el público no venía a que yo le dijera qué coche, de qué marca, podría ser el que mejor satisfacía sus necesidades, sino que ya traían una idea en la cabeza y sólo venían a que yo se la ratificara. En caso contrario había perdido un cliente». Lo abandonó todo, lógico.

Nos podemos ir haciendo una idea de las conductas de la sociedad, muy frecuentemente irracionales, supersticiosas, incomprensibles.

Para mí, la prueba del nueve de una democracia es la potencial pérdida de apoyos del político que hace una trastada: recuerdo el final del alemán Gerhard Schröeder, por engañar vilmente al votante; el hundimiento de la ‘tory’ Theresa May, por crear una figura confiscatoria para los ancianos o, ahora mismo, el desastre de Keir Starmer, por aceptar regalos de ropa, en contradicción con sus críticas a los rivales. En España lo máximo que se puede asegurar es que los errores no tienen premio, pero la ausencia de un verdadero castigo demuestra que como sociedad, todo parece darnos un poco lo mismo.

Así somos. Responsables intermitentemente y sólo cuando estamos muy preocupados. Cuando no, que es la mayor parte del tiempo, buscamos vivir bien. Nos guste o no, las democracias tienen un límite: la implicación del votante. Pero, como vemos, son señores dispuestos a pagar más para no volar un día en el que irracionalmente creen que los aviones pueden caer; o que pagan para que les digan lo que quieren oír, confirmando sus creencias previas; buscan el placer, el relax, la comodidad y que no les vayan con problemas, por muy ciertos y graves que sean estos. Así, nada nos garantiza que su voto vaya a ir en el sentido correcto. Incluso casi podríamos decir que una oferta seria y sincera de gestión política mesurada tiene todos los números para perder en una convocatoria electoral en la que cada vez más se impone lo emocional. Si no fuera que no conocemos nada mejor, la democracia sería un sistema bastante lamentable.

Este público, hedonista y distraído, busca irresponsablemente soluciones para aquí y ahora, lo cual con frecuencia es incompatible con lo correcto. Recuerdo un político que razonaba: hay que pensarse dos veces antes de decir las verdades al electorado. Desgraciadamente, tenía razón. Probablemente en España estemos incluso un poco peor que en nuestro entorno porque nuestra cultura democrática necesita aún de mucha más madurez.

Así que cuidado con decir que un político es nefasto. ¿Qué significa eso? Es posible que sea nefasto, ignorante y vago, pero si gana las elecciones una y otra vez, entonces la pregunta pierde sentido. La contrapartida es que puede perfectamente haber excelentes políticos condenados a perder las elecciones. Porque la masa no sólo es capaz de equivocarse sino que efectivamente se equivoca con contumacia. El gobierno del pueblo es del pueblo pero no necesariamente de la verdad, porque los pueblos serán soberanos, pero no siempre son sabios.

Aún recuerdo una viñeta en un periódico en la que, ante los dos candidatos a unas elecciones, alguien del público decía «¡Que gane el mejor!» y otra persona, a voz en cuello, le corregía: «¡No, que gane el otro!», porque lo que todos consideramos «el mejor» suele equivaler a demagogo, persuasor, seductor, encantaserpientes.

No sólo podía estar pensando en Pedro Sánchez, aunque también.