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A la muerte de Franco España rozaba los 36 millones de habitantes y recuerdo que durante décadas las cifras que se publicaban cada año no conseguían alcanzar aquella meta imaginaria de los cuarenta millones de españoles que se logró más de veinte años después, en 1997. Mientras, la vecina Francia se asentaba ya en los sesenta millones, volumen que Italia alcanzó en 2011. Nuestros dos competidores en peso poblacional frente a la gigante Alemania han evolucionado de forma muy distinta en estas cinco décadas. Italia, que ahora suma casi 59 millones de habitantes, ha perdido el dos por ciento de su población. Francia, que se acerca a los setenta millones, la ha disparado en un 27 por ciento. Nosotros, que económicamente somos un país bastante más modesto -Italia prácticamente duplica nuestro PIB y Francia lo supera en un 228 por cien- hemos cometido la locura de multiplicarnos en un 35 por ciento sin prever las consecuencias de lo que algunos llaman «invasión»: trece millones de personas. Obviamente, no todos son inmigrantes, pero sí una buen parte, dada la minúscula natalidad nacional. Por lógica, ese aluvión de nuevos habitantes propicia un subidón económico que aprovecharon muy bien los principales artífices del invento: José María Aznar se trajo tres millones de inmigrantes, José Luis Rodríguez Zapatero invitó a otros cuatro y entonces estalló la gran crisis global de 2011, que asumió en su mayor parte Mariano Rajoy, durante cuyo mandato por primera vez perdimos población. Pedro Sánchez ha vuelto a las andadas y ya somos dos millones más. En total, nueve millones en menos de dos décadas. Y luego nos preguntamos por qué falta vivienda y culpamos a los extranjeros ricos porque compran chalets de millones de euros.