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Una fiebre se apoderó de los países centro-europeos durante la Gran Guerra. A todos les dio por cambiar el horario en verano para ahorrar carbón, poder trabajar más en las fábricas y pegar aún más tiros. Francia adelantó su horario en junio de 1916 mientras los Poincaré, Clemenceau y Nivelle enviaban a miles de jóvenes a la muerte. El proyecto fue aprobado gracias al apoyo del político y matemático Paul Poinlevé, un set ciències de la teoría de la relatividad y de los agujeros negros. En la calle y en el campo, sin embargo, la gente estaba indignada. El invento, que llegó a Madrid vía París, se perpetró aquí en la noche del 15 de abril de 1918 con jolgorio festivalero. España siempre ha sido diferente. Terminado el verano del 18 debía volver el horario antiguo, pero la gente se hizo un lío. Ya nadie sabía muy bien en qué hora vivía. Acabada la Guerra Civil, Radio Nacional primero y los telediarios después ayudaron a fijar los horarios que variaban según los dictados del régimen. Una orden de la Presidencia del Gobierno de 1974 terminó con el pitote y desde entonces cambiamos la hora dos veces cada año. Que maltraten así a nuestro tiempo es una tocada de narices, pero lo peor es que la Comisión Europea lleva lustros anunciando que implantará un horario único para todo el año que, por supuesto, nunca llega. Es un timo que recuerda los 20 años de investigación del doctor Lorente sobre Colón, pero a lo grande. El consuelo, en este caso, es que no se salvan ni el rey de España, ni Amancio Ortega ni la señora Botín. Este domingo pasaremos todos otra vez por el tubo.