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Esta noche, creo que a las tres de la madrugada –parece el comienzo de la crónica de una ejecución sumarísima– nos van a cambiar otra vez la hora. «A las tres serán las dos» es la frase hecha de todos los otoños, pero para mí –y creo que también para mucha más gente– significa poco menos que una sentencia condenatoria. Cada año por esas mismas fechas alguien escribe que esa estúpida normativa se va a derogar, pero el final resulta que no. Y llegan las tardes efímeras, los crepúsculos agónicos, y la oscuridad lo invade todo. Mallorca, polo de atracción para millones de personas que viven en países fríos y oscuros, se convertirá de nuevo en un lugar sombrío. El domingo vas a comer a un restaurante –algo que cada día está menos al alcance del ciudadano medio, dicho sea de paso– y si alargas un poco la sobremesa sales a oscuras del establecimiento. Sobre las seis de la tarde te entran ganas de acostarte, como las gallinas que mi padre tenía en lo que ahora es el jardín de mi casa. Y luego están las noches interminables –manta y tele, por supuesto de pago– y las calles mojadas, encima con sequía. Y todo el rollo de la Navidad, que esta es otra.

Peor están en Cuba, claro, donde la diferencia horaria verano-invierno apenas pasa de media hora; pero es que resulta que allí la oscuridad se ha enseñoreado de las noches de la isla, antaño exuberantes de luz y color. Un sexenio de comunismo ha dado para muchos apagones, pero es que ahora han llegado a un punto de no retorno: no hay manera de volver a poner en marcha la producción de energía eléctrica, es el crack definitivo al menos hasta que caiga ese zoquete de Díaz Canel. No sé qué dirá Tomeu Sancho, nuestro hombre en La Habana, que siempre se las ingenia para darle la culpa de todo a los Estados Unidos. La oscuridad caribeña no deseada –nada que ver con la República Dominicana, donde van como un tiro– me parece peor que la que aquí nos envolverá porque el sol no nos va a tener sesenta años sumidos en las tinieblas.

Esa historia del cambio de hora me viene jodiendo desde 1974. Estaba yo feliz en París y al regresar por poco pierdo el barco porque el señor Arias Navarro dictó la norma. Para ahorrar energía, dijo. Ahora aseguran que eso es cosa de la Unión Europea. Ya podrían atender otros asuntos, digo yo, como por ejemplo el de los tapones, que tanto irrita a Rajoy. Y que dejen en paz a los relojes.

Pregunto: ¿Se cabreará todavía más Negueruela en las oscuras atardecidas?