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A menudo me pregunto qué creen que creen los católicos creyentes. Porque las cuestiones aceptadas por la Iglesia católica se establecieron en los primeros siglos de nuestra era y fueron adaptándose a lo largo de la Edad Media hasta culminar en el Concilio Vaticano II en 1959. El mundo ha cambiado de forma vertiginosa desde entonces y cualquiera que hubiera muerto ese año y resucitara ahora apenas reconocería su planeta. Por eso me cuesta asimilar que haya católicos –belgas, en este caso– que amenacen con apostatar por las declaraciones del Papa sobre el aborto. ¿Qué esperaban? ¿Que el máximo representante del catolicismo en la Tierra abrazara el aborto, que de pronto decida considerarlo un mal menor o incluso que lo bendiga?

Que Francisco diga que los médicos que practican abortos son «sicarios» entra dentro de lo absolutamente esperable en la cabeza visible de una religión bimilenaria. Lo extraño sería lo contrario. Sus palabras sobre el papel de la mujer («Es feo cuando la mujer quiere hacer el hombre, la mujer es mujer»), que en Bélgica se han tildado de «una visión determinista y reduccionista» también tienen guasa. ¿Hay acaso algo en el dogma de la Iglesia católica –en cualquier otra iglesia lo mismo– que no sea determinista y reduccionista? Me hacen gracia esos creyentes que alegremente escogen lo que les gusta de su fe y descartan lo demás, como si fuera un outfit en el que podemos combinar prendas para vernos más atractivos. Si la Iglesia expulsara a todos los católicos que desprecian la mitad de sus dogmas, se quedaría en pelotas. Por eso hace la vista gorda. Aceptar la forma de pensar de hace siglos y pretender vivir en el siglo XXI es prácticamente imposible.