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Repetidas veces he hecho alusión a lo que ha sido mi trayectoria en los artículos de Kairos desde hace once años. Todo lo que he escrito tiene algo de autobiografía. Leyendo la tesis para la licencia en teología, que titulé: ‘Experiencia de Dios en las Confesiones de San Agustín’, me detuve en el capítulo primero sobre la interiorización, que recuerda los primeros pasos de Agustín hacia su conversión. Cuando, a los diecinueve años lee el Hortensius de Cicerón, se enardece su pecho al calor de la pasión por la Verdad. Fue entonces cuando reivindica el derecho de encontrar en aquellas páginas el nombre que llevaba impreso en su interior: «Sólo una cosa me entibiaba, que no hallaba en aquel libro el nombre de Cristo… Porque este nombre, gracias a mi madre, lo retenía grabado en mí» (Confesiones III,17,26). Su conversión, a los 32 años, será una reconquista de este nombre… Para ello hay que entrar dentro de sí, aunque sea como una búsqueda angustiada… La interiorización de Agustín es como en un misterioso lago subterráneo que inunda de paz frente a la vanidad del mundo exterior: ¡Polvo, ceniza, humo, viento y nada! Así exclamaría el peregrino…