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La sociedad actual se mueve en clave de hashtag, lo que antaño eran eslóganes y proclamas del tipo «prohibido prohibir» o «la tierra para el que la trabaja». Ahora se simplifica al máximo porque ya se ha comprobado que la inteligencia está a la baja. Los mandatos intelectuales más machacones de hoy son conceptos líquidos en los que parece que cabe todo: «sostenibilidad» y «cambio climático». Palabras que uno acaba odiando por cansinas, limitantes y apocalípticas. ¡Ya está bien! Pues con esa matrícula en las alforjas se van a Londres nuestros mandamases políticos a vender la Isla bajo la preciosa consigna de la sostenibilidad. A ver. Quizá los británicos se crean alguna de las milongas que les van a contar, lo dudo. Aquí desde luego no cuela ni con fórceps. ¿A qué exactamente le llaman sostenibilidad los hoteleros, los gobernantes, los empresarios del turismo? ¿A que una población de un millón de habitantes sostenga a otros 18 porque traen dinero debajo del brazo? ¿A una planta hotelera de 800 establecimientos con más de doscientas mil plazas? ¿A un millón de coches circulando por nuestras calles y carreteras? ¿A los prados de posidonia destrozados por las anclas de miles de mierda-yates? ¿A los gilipollas de turno recorriendo las playas con una moto náutica o un quad entre las piernas, con ruido, molestias y contaminación? ¿A los tatuajes, las drogas, las borracheras? En fin, para qué seguir. Que vendan lo chulas que son las playas, lo impresionante que es recorrer a pie la Serra de Tramuntana, que quizá encontrarán algún restaurante donde comer bien, que los niños disfrutan del aire libre. Las trolas y las palabritas de moda se las pueden guardar. Por mucho que quieran, no engañan a nadie.