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A quienes vivimos conscientemente aquel 23 de febrero no se nos borrará mientras vivamos aquella imagen gallarda del presidente Adolfo Suárez permaneciendo sentado en su escaño cuando varios pelotones de agentes de la Guardia Civil, al mando del desaforado teniente coronel Antonio Tejero, irrumpían en el Congreso y a los gritos de «¡quieto todo el mundo!» y «¡al suelo!» hacían fuego al aire con sus subfusiles, mientras la inmensa mayoría de los diputados, aterrorizados, se parapetaban tendidos en la moqueta debajo de sus asientos.

No se trataba de ningún simulacro, ni era una simple aglomeración de ciudadanos indignados ‘armados’ de palas y fregonas, sino militares dispuestos a tomar el poder por la fuerza de sus armas. Pero Suárez sabía que estaba encarnando entonces a nuestra joven democracia y que si se arrodillaba o mostraba flaqueza ante los golpistas el desánimo cundiría entre la población.

En contraste con aquella imagen, cargada de simbolismo, la cobarde actitud de Pedro Sánchez el pasado domingo, abandonando a los Reyes entre una multitud increpante en medio de la cual los había que querían pasar de las palabras gruesas a los hechos. La violencia física no está jamás justificada, la indignación, en cambio, estaba sobrada de razones, como reconoció el Monarca, agigantando su figura y la de la Reina en el lodazal valenciano.

Señalaba esta misma semana en su columna de UH Miquel Payeras que casi cualquiera puede permitirse el lujo de ser un cobarde, pues el miedo es gratis, pero que lo que no se puede es ser presidente del Gobierno y cobarde.

Con todo, lo peor de Sánchez no es que sea un gallina, sino que a las primeras de cambio se apee de sus responsabilidades y abandone al jefe del Estado por cuyos actos debe responder y al que tiene el deber constitucional de amparar y salvaguardar en todo momento. Pero esta falta de empatía -propia, por otra parte, de su perfil psicológico- no lo es solo hacia los reyes, sino hacia cualquier prójimo, incluyendo las miles de víctimas que han padecido las consecuencias de esta catástrofe. «Si quieren ayuda, que la pidan» se podría convertir en un certero epitafio para la carrera política del madrileño.

Tratando inútilmente de salvar su imagen y camuflar su palmaria incompetencia, el presidente anuncia ahora ayudas millonarias para los afectados -con el escandaloso precedente de La Palma-, pero siendo como es un ser patológicamente egocéntrico, las condiciona nada menos que a que la oposición le apruebe los Presupuestos Generales del Estado. Quiere lograr una carambola política de la desgracia de sus compatriotas. Valencianos, si queréis recibir ayuda ya lo sabéis, presionad al PP para que apruebe mis cuentas. Ese es el razonamiento, falaz por otra parte, porque se pueden conceder ayudas extraordinarias sin necesidad de incluirlas en las cuentas ordinarias del Estado. Hace falta descender al más inmundo barro político -mucho peor que el que arrasó Paiporta- para siquiera plantearse intentar sacar un rédito partidista de la ruina de tantos ciudadanos y de los fallecidos en esta tragedia. Solo Sánchez es capaz de tanta bajeza moral, mientras acumula méritos para pasar a la historia como el político con menos escrúpulos y ética de nuestra historia reciente.